En el Carro y la playa aledaña se solían acumular restos de la fábrica que llegaban flotando. Recuerdo que la parte inferior del Carro, con marea baja, tenía una cantidad grande de algas filamentosas y por eso, en la parte superior, con marea alta, se debían de ir acumulando estos restos. Había unos corchos alquitranados que debían de proceder de algún tipo de aislamiento térmico de barcos o de la propia fábrica, y que pronto les buscamos utilidad para nuestros juegos infantiles: hacer improvisados barcos con quilla, timón y vela, para hacer carreras con el viento. Los echábamos desde el muelle y, según el viento, se iban para la playa o para la ría, con la consiguiente pérdida en este último caso. Lo malo eran aquellas algas filamentosas que en las escaleras del muelle eran verdaderas pistas de patinar y más de una vez me caí, incluso al mar. Llegué a soñar con ser constructor de barcos, reforzada esta ilusión por la gran tradición de astilleros de la ría, pero también varé estos sueños en la playa o se me perdieron en el fondo de la ría porque mis derroteros fueron por otros lados. Lo mío no era hacer realidad los sueños, a lo más, soñarlos.
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