En las escaleras de la entrada de mi casa hice mucha vida, las tardes soleadas invitaban a sentarse un rato al sol recostados sobre los escalones y allí permanecía mientras tanto. En el tejadillo, en primavera, solían anidar los gorriones y era un entrar y salir de los padres que entretenían el rato. Los pasamanos laterales también servían para sentarse y el bordillo de la casa se convertía en un reto para conseguir bordearla sin caerse, agarrándose en los salientes de las esquina y en las ventanas. En casa de Fernando nos dejábamos caer sin manos de espalda desde los pasamanos, agarrándonos con las piernas al echarnos hacia atrás. En las casas de Estrella y Merche usábamos los muritos laterales de la entrada para sentarnos mientras esperábamos o charlábamos.
En las escaleras de mi casa había hormigas y más de una vez le intentaba meter líquidos o papeles encendidos para que se murieran. Una vez hice un experimento con unos polvos de boro que había en mi casa, los eché y les prendí fuego, pero el susto me lo llevé yo al aspirar aquel humo que me dejó asfixiado. No volví a experimentar más.
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