Los primeros recuerdos que tengo de mi vida van asociados a la higuera que había en la huerta de mi casa. Me parecía enorme, tenía una rama casi horizontal de la que había colgado un columpio en el que me pasaba horas balanceándome. Era un mundo interior al que se accedía y allí quedaba oculto subiendo y bajando por las polas, asomándome por entre las hojas a otear la huerta y por supuesto, donde me balanceaba, y donde saboreaba aquellos higos. Los higos se convirtieron en un hecho tan cotidiano que me parecía asombroso que la gente que venía a mi casa se llevase con tanto entusiasmo las cestas de higos de aquella interminable higuera. Llegué a poner un espantapájaros en los alto de la misma para que no viniesen los pájaros a picotear, pero núnca funcionaba porque no era suficientemente disuasorio, y, como dije antes, al final del verano venían bandadas de estorninos y acababan con lo que quedaba. La lluvia de final de verano también estropeaba los higos y los abría. Salir al mundo para mí fue salir de dentro de la higuera.
Tal vez ésta sea la metáfora de mi vida. Vivir en el interior, reconocer las estructuras internas por las que deslizarme y subir a saborear en las ramas. Deleitarme balanceándome en esas estructuras. Otear lejos desde esas ramas. Llover sobre los frutos como anticipo del finalizar de la estación, como los pájaros aprovechar la cosecha y volver a renacer cada primavera.
1 comentario:
Viví durante un año en Cádiz, en una casa con un patio que tenía en el centro una gran higuera y un banco de madera alrededor de ella. Daba mucha sombra y se agradecía. Era mi lugar de juegos. De la higuera me gusta su olor, la aspereza de sus hojas y su fruto.
Preciosa metáfora.
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