El gallinero era la despensa de la casa, por lo huevos y por la carne de las gallinas. Había gallinas y gallos todo el año, para ello había que reponer haciendo criar en primavera una nueva camada de pollitos. Las gallinas se ponían "cluecas" y los huevos ya eran entonces para incubar. Se ponían aparte para que estuvieran calentando los huevos unos veinte días, si no recuerdo mal, y poco a poco iban rompiéndose los cascarones apareciendo lo pollitos. La madre los llevaba por la huerta picando aquí y allá, como una retahíla de cositas amarillas que la seguían, y el problema eran las pegas que venían a robarlos y comérselos. El caso es que se criaba otra generación para el invierno siguiente. Se comían los pollos, dejando algún gallo, y las gallinas eran para poner huevos, porque la gallina acababa siendo algo más dura. El gallinero era también el lugar de reciclaje, porque los restos comestibles de la comida diaria podían usarse para alimentar a las gallinas, sobre todo restos de fruta y verdura. Y viceversa, el estiércol del gallinero se podía usar como abono para lo que se plantara en la huerta. Rafaela, la vecina, operaba a las gallinas cuando se atragantaban con algo, les abría el buche con unas tijeras y, después de vaciarlo, se los volvía a coser con hilo y aguja. Mi madre mataba las gallinas doblándole el cuello y contándoselo con un cuchillo, después las echaba en un barreño de agua caliente y las desplumaba. Se preparaban guisadas o en cocido, se le comían las mollejas, los hígados, el corazón y las patas, aparte de lo demás. Había gente que decía que la parte más exquisita era el culo (la cola) y otros preferían el cuello. Los huevos se comían de todas formas, pasados, cocidos, fritos o en tortilla. Se usaban para montar claras con los que hacer bizcochos esponjosos. Se tomaban las yemas con azúcar. Lo dicho, la despensa de casa.
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