viernes, 19 de julio de 2019

EL LIBRO (capítulos IV, V y VI)


Capítulo IV
La Alameda, el parque de juegos
La Alameda era un parque de juegos para los niños de la zona, era una época en la que los juegos se hacían con lo que se tenía alrededor, los juguetes se recibían en Reyes pero era lo menos importante a la hora de hacer juegos de socialización a lo largo de todo el año, los verdaderos juguetes eran los árboles de los jardines, así como su espacio. En primer lugar, había múltiples árboles en la Alameda, y se jugaba subiéndose a los árboles, unos eran más accesibles que otros, y unos eran más limpios que otros. Los cipreses se escalaban bien pero eran muy rascosos y algo sucios, pero se llegaba a alturas considerables desde donde otear toda la zona. Los plátanos eran difíciles de subir, el grueso tronco no ayudaba mucho a agarrarse, y luego tenían un polvillo de las hojas que eran un poco incómodo. Estaban llenos de nidos de gorriones que venían en bandadas todas las primaveras y veranos al atardecer, a pasar la noche. Había otros que se subían bien desde la base y otros imposibles de ascender.
Cuando podaban los plátanos quedaban unas varas largas que se usaban como caballos, se recortaban como espadas o se hacían arcos. También servían para un juego que consistía en hacer girar una vara alrededor y obligar a saltar a los participantes que estaban en el radio de acción so pena de llevarse un golpe en los tobillos. También servían para jugar a la billarda, a modo de béisbol troglodita; se hacía saltar un pequeño trozo de madera introducido en un agujero del suelo, para luego golpearlo con el rudimentario bate, y lanzarlo lo más lejos posible.
En otoño, había gran cantidad de hojarasca, procedente sobre todo de los plátanos, y se hacían montoneras de las mismas creándose unos colchones naturales. Había un juego que consistía en lanzarse en aquellas montañas de hojas todos a la vez, cayendo unos sobre otros gritando “¡Ao montiño que é pequeniño!”, con el peligro de que cayeran muchos encima de uno teniendo que soportar este todo el peso.
La Alameda tenía su zona de explanada, la que estaba encima del aljibe,  limitada por las tapas de acceso al mismo, que eran unas construcciones rectangulares tipo mesas, con sus tapas de metal. En verano ardían con el calor. Estas tapas se cambiaron posteriormente por otras de hormigón, al parecer, más seguras. Quedaba delimitado un rectángulo perfectamente llano que era un espacio adecuado para hacer juegos con balón, desde el brilé hasta el fútbol. Los partidos de fútbol eran muy habituales, y como cada vez había más jugadores se iba ampliando el terreno de juego hasta llegar a los jardines o jugando en sentido transversal,  hasta meter la portería y el campo entre los árboles. La portería que daba a la finca de Fernando provocaba que los balones a acabasen allí abajo, a veces sobre terreno plantado de patatas, con el consiguiente problema de tener que ir abajo a buscarla.
La Alameda tenía su extensión, el Montiño, la antigua cantera de extracción de piedra para construir la Fábrica. Allí se jugaban las peleas imaginarias entre indios y vaqueros. Había dos bandos, unos se escondían y los otros los buscaban, en el momento que se descubrían se “mataban” salvo que el escondido “disparase” primero a su captor diciendo una frase tipo “bandidiño”. También las escaleras de bajada a la Fábrica, donde estaba el Lavadero, eran lugar de juego, sobre todo bajo los carballos y subiéndose a los árboles que había entre los jardines del centro, que manchaban bastante. En el Lavadero, que pronto quedó en desuso, se jugaba a la pita, corriendo subidos alrededor del fregadero, que estaba inclinado. Era un auténtico laberinto porque tenía un tabique central que separaba las aguas sucias de las limpias, y se podía cruzar. Los juegos de laberintos, por donde correr y pillar, se utilizaban mucho dibujando los circuitos en el suelo, de la propia Alameda o en las carreteras.


POST DEL BLOG
El depósito de la Alameda
La Alameda que estaba delante de mi casa encubría un depósito-aljibe de agua para suministrar a la Fábrica. Para nosotros, los niños de la zona, aquellos rectángulos cuadrados que había eran como bancos para sentarse, al principio con tapas de latón y después de cemento. También servían para jugar de mil y una formas, saltar de unos a otros evitando que te pillasen, empujarnos unos a otros para hacernos caer,...Pero claro, cuando aparecieron los de la Fábrica, destaparon aquello y se metieron dentro, se nos reveló la verdadera naturaleza de lo que estaba bajo nuestro patio de juegos, ¡había mucha agua allí abajo!. En un momento dado estuvieron poniendo unos medidores automáticos de nivel, algo parecido a lo que tenían las cisternas, que cuando el agua
Marisa y Fernando con el Roll
llegaba hasta allí se cerraba el grifo. Toda aquella agua debía de venir del pozo que había en la Sierra que por inercia iba llenando el aljibe y tal vez había que controlar que no desbordase. Realmente el aljibe estaba bien construido porque no rezumaba agua por ningún lado que delatase su naturaleza, ni siquiera hacia la finca de Fernando a la que daba uno de los laterales, el otro daba hacia la carretera con menor altura y los otros dos quedaban disimulados con el nivel descendente de la propia Alameda. Uno de los episodios trágicos de mi infancia fue caerme desde la pared que daba a la carretera y abrirme la cabeza con el bordillo de una canaleta que daba al aljibe. Me queda el recuerdo de una cicatriz y medio aboyamiento en mi cabeza, y con ello puedo decir que ya no me he olvidado del aljibe en mi vida.


Una caída afortunada
Mi versión, es parecida. Después de comer, un día muy primaveral, mi padre como otras veces, nos pasea montados en la barra de la bici. Tú esperabas a que yo acabara, y cogiste una piedra bastante grande y la fuiste a tirar a la carretera. No la soltaste a tiempo y el peso de la piedra te arrastro. Mi padre soltó rápidamente la bicicleta, para socorrerte. Recuerdo el pañuelo blanco, todo teñido de rojo. Aunque el golpe fue grande, todo se quedó en un buen susto. A partir de aquel día aprendimos a andar en bici.


Los castillos de madera
Los castillos de madera eran las disposiciones de las tablas de madera que ponían a secar delante de la Carpintería. Tenían forma cuadrangular y dejaban pasar el aire porque estaban intercaladas. Era la típica configuración de todas las serrerías de la zona. Eran fáciles de escalar y los niños nos metíamos dentro para jugar, imaginando que eran castillos donde nos parapetábamos de los enemigos. Olían a las resinas de las maderas, generalmente pinos, y contenían restos del serrín de la serrería. Cuando estaban secos los volvían a recoger para trabajar las tablas y hacer con ellas lo que requería la Fábrica, me imagino que mayormente cajas de embalar. Aparecían y desaparecían con la misma asiduidad. El serrín también se utilizaba para los suelos húmedos o aceitosos. Recuerdo que nuestras armas eran los tutelos y las bolitas de enredadera para usar como munición. A veces jugábamos de noche después de andar dando vueltas por la cantina, viendo algo de tele. Por alguna razón, tengo especialmente recuerdo de los momentos en que estábamos metidos por aquellos castillos en plena noche.


Aprender a andar en bicicleta
Creo recordar que la primera bicicleta de "las de arriba" fue la de Marisa, y en ella aprendimos a andar todas las demás. A mí me enseñaron por el método de dejarme ir cuesta abajo y soltarme (yo convencida de que alguien me estaba sujetando). Una vez me prestó Carlos Pintos la suya, y me fui hacia Cangas, pero al llegar a la de Tana me di cuenta de que no frenaba. La bici tenía el piñón fijo y por más que me esforzaba seguían moviéndose los pedales. Al final tuve que "tirarme" y acabé con algunos rasguños en las piernas, pero la otra opción habría sido llegar hasta Cangas a "cien por hora". Estoy convencida de que tomé la decisión adecuada. Todavía conservo mi bicicleta "Orbea". Era de color azul. Iain me la arregló, le puso marchas y la pintó de blanco y verde, pero sigue siendo igual de pesada. Recuerdo que mi tío José la usaba para ir a Vilariño cuando venía de vacaciones desde Nueva York. Él tenía 74 cuando yo me casé y todavía ese año lo hizo.


Mi primera bicicleta
Ahora que se acerca de nuevo el día de Reyes me vuelve a la memoria todos aquellos regalos que, por un motivo o por otro, dejaron huella en mí. Sobre todos ellos permanece en el recuerdo mi primera bicicleta.

Por los comentarios que sobre nuestras bicicletas hacéis, veo que recordáis que la mía era verde. Pero quizá no es lo más significativo el color sino su origen. Cuando la recibí el día de Reyes, me sentí privilegiada ya que era, a mis ocho años, la única que la tenía. Esto no fue debido a que mis padres tuvieran mayor poder adquisitivo que los otros, ni mucho menos, sino a la habilidad de mi padre por la reconstrucción de objetos antiguos que todavía conserva hoy. Esta bicicleta era un despojo oxidado que había en alguna esquina de la casa de mis abuelos, en Balea. Mi padre la limpió, pintó y engrasó. Recuerdo el color aluminio del manillar y radios de las ruedas Creo que lo único nuevo era el timbre y las llantas. Al ser la primera, fue una especie de bicicleta escuela que compartíamos en el aprendizaje por el sistema de dejarse ir cuesta abajo (como bien recuerda Estrella). Gracias al “buen hacer” de mi hermano Toño, creo que mi primera bicicleta no duró mucho.
Estrella y Marisa jugando con la bicicleta


Las Bicicletas
La cuesta que bajaba desde la Alameda hasta el Garaje, era la pista donde aprendimos a andar en bici. Nos dejábamos ir cuesta abajo. Al principio a duras penas manteníamos el equilibrio. A veces algún padre o uno de nosotros, venía detrás ayudándonos (no había ruedines). Lo difícil era subir encima de la bicicleta y mantenerse los primeros metros. Una vez que aprendías, te dejabas ir cuesta abajo y al llegar al Redondel, vuelta para arriba.
Casi todos teníamos bicicleta, era una de nuestras diversiones preferidas, también una constante fuente de disputas, sobre todo entre hermanos.  Había dos clases de bicis, la de barra, de hombres y la nuestra, como la de casi todos, de mujer, sin barra, con portaequipajes, y unas mallas de colorines a ambos lados de la rueda de atrás. La de Merche era roja, la de Estrella y Finita azul, la de Marisa Rama creo que verde.
Cuando aprobé tercero de bachiller mi padre me regaló una de carreras, una Zeus, dorada. Al año siguiente a Pacucho le regalaron una igual. Hacíamos un montón de excursiones. Una vez recuerdo que fuimos hasta Beluso, venia Jose Mª,  el hermano de Merche, al llegar a Aldán se me pinchó una rueda y tuve que llegar andando hasta Massó.


Huevo, pico o araña
El juego del huevo, pico o araña, consistía en la confrontación de dos grupos, a uno le tocaba ponerse agachado en fila y al otro saltar encima de éstos, procurando no caerse, y hacer la pregunta de huevo, pico o araña, a la vez que con la mano el capitán simbolizaba una de estas tres cosas. Si acertaba el equipo inferior, se cambiaba la situación y, entonces, los de abajo pasaban a saltar encima de los otros. El juego contaba con el soporte inicial de alguien que estaba fuera del juego, que a su vez actuaba de árbitro en la cuestión, y ayudaba a que el primero de la fila inferior tuviera una amortiguación de los saltos apoyando la cabeza en su regazo. El asunto era un poco bruto, los saltadores intentaban cargar a los de abajo, derribándolos si era posible, para hacerles sufrir el peso. ¿Juegos de iniciación?


Indios y vaqueros
El juego favorito de pequeños era el de indios y vaqueros -en el caso de los niños-, unos hacían de indios y otros de vaqueros, se disparaban tiros imaginarios y de algún modo se eliminaban de la refriega. Era la influencia de las películas americanas de este género (las películas de Alan Ladd y demás). No había ningún personaje en concreto, todo lo más el indio Jerónimo, el caso es que los indios eran como los malos y los vaqueros los buenos. Llegábamos a construir las pistolas de madera y los arcos y flechas con palos. En Reyes pedíamos pistolas de estralos para mejorar la parafernalia. Teníamos, también, figuritas y fuertes para jugar, montábamos una escenografía y hacíamos las batallas moviendo con las manos los indios y los vaqueros. Cuando íbamos a ver las películas y aparecía el séptimo de caballería para salvar a los buenos, la gente se ponía a aplaudir a rabiar, como reconocimiento de aquella buena acción que acababa con la maldad de los malos, los indios, por supuesto. Con el paso de los años me he convencido de que sufrimos manipulación de los sentimientos,..., los buenos y los malos no son tan fácilmente reconocibles.


El juego del trompo
Jugar al trompo con los niños de la escuela no era sólo hacerlos bailar, cuando a uno le tocaba en prenda dejar el suyo en el suelo, los demás le lanzaban los trompos para darle con sus puntas. Cuando los bailaban los recogían con la palma de la mano y los lanzaban con fuerza sobre el que estaba de prenda. Había veces en que el lanzamiento inicial impactaba de lleno en el trompo del suelo y lo partían, y ese era el objetivo del juego, intentar romper al máximo el trompo en prenda. Se valoraban aquellos hechos de madera de "buxo", porque eran duros y resistían mejor estas embestidas. Era un juego donde primaba la puntería y la fuerza.


El juego del pañuelo
En los recreos jugábamos delante de la escuela (en la carretera) a varios juegos, uno de ellos era el del pañuelo. Dos filas de niños competidores se numeraban y entre ellos, en el medio, un niño iba diciendo los números para que alguno de los jugadores oponentes con ese número, lograse coger el pañuelo y volver a su sitio, eliminando así al otro, salvo que fuera tocado por éste en su retorno, con lo cual quedaba eliminado. Cuando se iban eliminando los niños de uno de los equipos los miembros restantes asumían sus números. Era un juego donde primaba la velocidad.


Jugando con piedras (criquis y miquis)
Uno de los juegos que jugábamos los niños consistía en que un jugador lanzaba una piedra por el camino y el otro intentaba darle con la suya. El juego se encaminaba tirando uno detrás del otro. Si se le daba a la piedra del contrario (criqui) se ganaba un punto o se cobraba con una palmada. Según a la distancia que quedase después de darle se podía ganar más puntuación (miquis). Era el tal para ir caminando y entretenerse por el camino. Las piedras más duras y vistosas eran las de "seixo", cuarzo blanco, que después de unos cuantos choques olían a quemado. El cuarzo dejaba un olor agradable característico por las chispas que saltaban cuando se golpeaban entre si dos de estas piedras.


Los juegos de la Alameda
Cuando sonaba la sirena de la Fábrica, de repente aparecía un tropel de señoras vestidas de blanco y señores vestidos de azul, que invadían toda la Alameda. Venían de toda la zona, de Darbo, de San Roque, de Balea..., el más rezagado era Valentín (alto y desgarbado). Pero al pobre le quedaban muy pocos minutos de vida. La Alameda era su sepultura todos los días. El encargado de cavarla era Berto, vaquero, pistolero... (menos mal que lo resucitaba al día siguiente). Acordaros de la escena: Valentín, ese hombre alto y desgarbado escondido entre los árboles, esos plátanos, con un diámetro de tronco que nosotros no los dábamos abrazado; Berto agazapado en otro, (cada día en uno distinto), volviendo loco al paciente de Valentín. De repente, cuando se veían empezaban a sonar los disparos a discreción. La Alameda se llenaba de gritos, pim, pam, pum. Uno de los dos caía muerto. Ellos tenían su código secreto y decidían, quién tenía que tirase al suelo y dar por perdido el duelo ese día. Después, Valentín se iba para la Fábrica y Berto a empezar a llenar el suelo de la Alameda de dibujos de vaqueros e indios, que los sometía a unas interminables guerras que podían durar días.

La Alameda era el centro del barrio, jugábamos al fútbol, hacíamos carreras, buscábamos nidos, decidíamos en espontánea asamblea, cuándo empezábamos a recolectar leña para quemarla en San Xoan, o bien organizábamos partidos de fútbol contra otros barrios, los de Balea (que malos eran, El Poallo, el temible Cachirulo), los de la Caina (Camilo, Gaspar "Labios de Maragota", Carlitos "el Aventurero"), los del barrio Chino (los hermanos Yombo, los hermanos Perales). Bueno me parece que esto da para otro capítulo.

En primavera había numerosísimos pájaros, llenaban los árboles. Por la tarde cuando anochecía, sobre todo los gorriones, se juntaban a dormir y montaban un jaleo enorme. Cuando la noche se cerraba se callaban, entonces nosotros tirábamos piedras, los pájaros se asustaban y empezaba de nuevo el jolgorio.
Era como un jardín botánico. Los plátanos los más numerosos, los cipreses los más altos. Los más perfumados eran unos, que como frutos daban unas bayas negras, que usábamos de proyectiles para los tutelos (cerbatanas). Yo creo que eran Ficus. En la zona del Garaje algunas especies de plantas, tenían un cartelito con el nombre pulcramente grabado en un letrero con letras de porcelana azul marino, con su nombre en latín. Lo sujetaba un palo de color azul pastel.

La Alameda en realidad escondía un secreto, en su interior, era un gran depósito, tenía la barriga llena de agua. Los bancos donde nos sentábamos eran las tapas, el registro por donde los operarios de Massó, accedían a su interior. Las tapas eran de zinc, y sí que quemaban cuando el sol calentaba. Cuando jugábamos a la pita alturiña, eran nuestro seguro. En los partidos de fútbol unas veces eran como un rival, otras, nuestra más férrea defensa. Paco Cuevas, siempre estaba sentado en ellas, como estaba un poco gordo, no aguantaba el ritmo de los partidos. La parte que daba a mi casa, nos servía como pista de tenis. Las primeras raquetas, quiero recordar que las trajo José, el tío de Estrella y Finita de U.S.A. ¡Qué modernidad, eso del tenis! Al año siguiente los Reyes nos surtieron a todos de raquetas.


Carros de carreras
Aprovechando los corchos de las redes de pescar que quedaban en los muelles o llegaban flotando a las playas, hacíamos unos carros de carreras. Con dos corchos uniéndolos con un palo como eje hacíamos las ruedas, luego rebajábamos ese eje en la parte central y ahí insertábamos la caña que nos servía de palo guía para conducir. Con estos carros echábamos a correr con el palo guía sobre el hombro, por la Alameda y por las carreteras.


Fabricando juguetes
Los niños de aquella época fabricábamos juguetes para nuestro entretenimiento. Para jugar a las chapas las personalizábamos rellenándolas de mondas de naranja, hacíamos arcos y flechas para disparar a todo tipo de árbol y de animal, y hacíamos pistolas de madera para jugar a los vaqueros o a los policías. No era muy habitual que hiciéramos espadas de madera. Yo hacía cuchillos de madera pequeños y también llegué a fabricar una ballesta. En el muelle cogíamos corchos de aislamiento y fabricábamos veleros con los que hacer regatas, perdiéndose muchos entre las rocas o en la ría. También hacíamos tirabolas con los neumáticos de los coches, un cuero de un zapato y una gaya de una rama. Otro de los juguetes que fabricábamos eran los tutelos con las cañas indias, contábamos como proyectiles con unas bolitas que daban las enredaderas que había en los jardines. Para la pesca hacíamos nuestras cañas con anillas y todo, y para los ganapanes usábamos aros de calderos y restos de redes de los barcos o de la fábrica de Massó. Cuando empezamos a patinar Fernando y yo nos hicimos unos palos de hockey para jugar a ese juego. Y un día que nevó en Cangas, fuimos a San Roque a deslizarnos con tablas improvisadas como trineos. Había imaginación, ¿no?


Barcos de corcho
En el Carro y la playa aledaña se solían acumular restos de la Fábrica que llegaban flotando. Recuerdo que la parte inferior del Carro, con marea baja, tenía una cantidad grande de algas filamentosas y por eso, en la parte superior, con marea alta, se debían de ir acumulando estos restos. Había unos corchos alquitranados que debían de proceder de algún tipo de aislamiento térmico de barcos o de la propia Fábrica, y que pronto les buscamos utilidad para nuestros juegos infantiles: hacer improvisados barcos con quilla, timón y vela, para hacer carreras con el viento. Los echábamos desde el muelle y, según el viento, se iban para la playa o para la ría, con la consiguiente pérdida en este último caso. Lo malo eran aquellas algas filamentosas que en las escaleras del muelle eran verdaderas pistas de patinar y más de una vez me caí, incluso al mar. Llegué a soñar con ser constructor de barcos, reforzada esta ilusión por la gran tradición de astilleros de la ría, pero también varé estos sueños en la playa o se me perdieron en el fondo de la ría porque mis derroteros fueron por otros lados. Lo mío no era hacer realidad los sueños, a lo más, soñarlos.


Cohetes con cerillas y otros peligros
En una época se nos dio por hacer cohetes con cerillas, usando aquellas cerillas que tenían rabo de papel encerado y que se podían retorcer. Con ayuda de papel de "plata" hacíamos los cohetes con una, dos o tres cerillas, le plantábamos fuego y salían disparados. Inventiva teníamos aunque a veces mal encaminada como la vez que se me ocurrió meter un cable en el enchufe de la luz unido a una pila, el resultado fue que fundí los plomos de casa. ¡Muchos calambrazos llevé de aquellos 125 voltios en los interruptores de la luz de cerámica que estaban descascarillados! También recuerdo que los barcos que estaban en el carro tenían electricidad, supongo que para que no se subiese nadie a ellos cuando no trabajaban, pero a nosotros nos daban corriente. Además en el Carro había unas piedras blancas que provenían, como un producto residual, de la soldadura de barcos, que nosotros lanzábamos al mar porque al contacto con el agua reaccionaban violentamente. Los niños las llamaban carburo.



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Capítulo V
El barrio de Salgueirón
Las casas de Salgueirón pertenecientes a la empresa estaban alrededor de la Fábrica, unas más cerca y otras más lejos, con un estilo de construcción similar pero también con diferencias notables. Al final de los cincuenta ya estaban todas acabadas y habitadas. Por lo general eran dos viviendas adosadas de planta baja y piso, al menos las que estaban en el entorno de la Alameda. Tenían una finca que cumplía un papel crucial en la alimentación y economía familiar. Las que estaban en la Carretera Nueva también eran adosadas con huerta pero de planta baja al igual que algunas de la Carretera de Arriba. La casa de los Pizcueta era diferente y estaba en el comienzo de la Carretera de Abajo. Camino del Hotel, en la Carretera de Arriba también había un grupo de casas de planta baja pero todas ellas adosadas, serían unas seis casas. Había una casa en esa carretera, enfrente a estas últimas, que era única, no tenía ninguna adosada. Cerca de la Chimenea y del Garaje estaban inicialmente las Cuadras, se usaban vacas para arrastre de materiales, posiblemente redes, pero estos locales en estos años ya eran viviendas normales de trabajadores. En la parte de abajo, enfrente del mar estaba lo que se llamaba Lavapiés, un grupo de casas apareadas de cuatro viviendas cada una, y luego, en la zona de la Ballenera estaba un grupo de casas pequeñas, todas adosadas, de menos espacio, que constituían el llamado Barrio Chino. Luego había casas singulares como las que estaban enfrente del Hotel y las de la Carretera de Arriba donde vivía David Pazos, el constructor de la Fábrica y las casas de su entorno, que no pertenecían al complejo de la misma pero estaban en los límites.
Las de dos pisos tenían los suelos de madera, una cocina, salón, comedor y una despensa, en la planta baja y, tres habitaciones y un baño en la alta. La instalación eléctrica tenía los cables al aire con los interruptores de cerámica que por alguna razón se descascarillaban y dejaban tornillos al aire que acababan dando calambrazos. Había agua corriente que procedía de un depósito que estaba cerca del aserradero de Luis Hernández. En la parte alta de la zona.
En invierno eran frecuentes los apagones, la línea eléctrica sufría las consecuencias de los temporales y se iba la luz por unos instantes o, en el peor de los casos, por horas. Teníamos preparadas velas que se usaban para poder hacer la cena o simplemente poder ir a la cama. Las velas eran un elemento cotidiano para tal fin, y los niños jugábamos con los gotones de cera que escurrían vela abajo. También tenían mucho atractivo las sombras que se proyectaban en las paredes, oscilando con las perturbaciones de la llama cuando hacía una pequeña corriente de aire. Las velas procedían generalmente de las procesiones, después de su cometido ritual pasaban a su papel doméstico, acabando su vida útil cuando se rompían en mil pedazos o se consumían. Se ponían de pie en un platillo derritiendo unas gotas que se vertían en el centro y servían para pegar la vela al plato y mantenerla vertical. Con el tiempo amarilleaban y acababan tiradas en algún cajón de la alacena o del aparador como resto del invierno pasado para lo que pudiera venir.
Don Francisco Lariño era el párroco de Darbo y al llegar la Pascua los vecinos de Salgueirón lo llamaban para bendecir las casas. Se le daba una limosna (que podía ser en especies como una docena de huevos o lo que buenamente se podía) lo que el bueno del cura agradecía con una frase amable o con una broma. Decían que los monaguillos que lo acompañaban daban buena cuenta de lo que recogían.
Algunas veces venían los pintores de la Fábrica y pintaban las casas por dentro y por fuera. Arreglaban desperfectos o ponían algo nuevo. La primera vez que se vio el cemento en Salgueirón fue cuando en una de aquellas ocasiones vinieron a construir los pilones de atrás. Usaban aquellos polvos grises que mezclaban con arena y agua y con aquella pasta moldeaban el lavadero. Comentaban que aquello era una novedad que venía para quedarse.


POST DEL BLOG
Emigrantes
Salgueirón era un barrio muy visitado, estaban los que venían a ver la Fábrica y luego iban a comer a Simón, los que lo cruzaban los domingos para ir a ver el partido del Alondras, los que repartían cosas de diario como pan o leche, los afiladores que venían a poner parches a las potas y afilar cuchillos, incluso aparecían parientes que venían de América. Una vez aparecieron unos parientes americanos de Encarna y  Mateo, y, otra vez, también vinieron unos primos de mi padre de Puerto Rico. También Estrella y Fina habían recibido la visita de un pariente de allá, si no recuerdo mal. Como les ocurría a todos los gallegos la generación de nuestros padres tenía vínculos con los que habían emigrado al otro lado del charco. Otro tipo de emigración fue la europea, los que se fueron a Alemania, Holanda, Francia y Suiza, entre otros países. Esta afectó a las nuevas generaciones, y en este caso, por la distancia a esos países, pronto empezaron a retornar creándose barrios enteros con esas familias, como fue el caso del barrio de Rotterdan que se hizo por encima de la Caina. Que recuerde, de Salgueirón, un tío de Fernando estuvo por allá, también José, el hermano de Quino, estuvo en Francia.


CENSO DE MASSÓ II
Viviendas del hotel:

A. Bajo:
1. Antonio Broullón y Carmen (Carballeira)
- Pili
- José Antonio

B. 1º piso:
1. Adolfo y Agustina
- Pepita
- Manolito
- Elena
- Javier
- Manolita

C. 2º piso:
1. Fina y Ángel (Tuto)
- Ester
- Jose
- Miguel
- Salvador
- Loli
- Lorenzo
- Mónica
- Carlos
- Moisés
2. Pepé y Bernarda (A Portela)
- Finita
- Victoria
- Puri
3. Cosme y Lola
- Encarna
- Toño ( Barrabí)

D. Ala izquierda:
1. Juan (el veterinario) y Berta
- Juan
- Mari Berta
- Rubén
- Fabiola
- María del Mar
- Andrés

E. Ala derecha:
1. Juan (Xoaneiro) y Gustavina
- José Luis
- Juan
- Juana
- Virginia

Viviendas de la carretera:

1. Rogelio y Fina
- Montse
- Quelo

2. José (Joseíllo) y Gloria
- Glorieta
- Mari

3. Guillermo y Ramona:
- Finita
- Chichí
- Guillermo (Manzanilla)

4. Luciano y Pilar
- Luciano
- Pili

5. Jaime Delia
- Pepe

6. Benigno Cuevas y Carmen
- Benigno
- Paco

Otras:

1. Don Paco y Lupe
- Rosita
- Paco
- Carlos (Parrocha)

2. Valentín y Alzira
- Mari Loli

3. Ismael y Lola

4. Señora Lola
- Sagrario

5. Herminio y Sra Manuela
- Fina
- Rosi

6. Carlos Palacios y Jesusa
- Carlos
- Alberto
- Fina
- Susi


La Calle de Arriba I
La Calle de Arriba era inicialmente el camino que yo tenía que recorrer para ir a la tienda de la Sra. Francisca, que tenía al lado el secadero de pulpo con aquellas moscas alrededor que hacían pensar en la salud de los que iban a comer aquel pulpo. La Calle de Arriba era también mi camino a la Escuela y por ella volvía por las tardes con el trozo de queso en la mano corriendo a casa para coger un trozo de pan y comérmelo. Lo que me quedó grabado de aquella carretera eran los grandes surcos que se hacían en invierno por causa de las lluvias intensas (quedaba esculpida la carretera) y que sorteábamos los niños camino de clase. Delante de la Escuela, que era la Calle de Arriba, jugábamos en los recreos al pañuelo y a otros juegos. La Calle de Arriba pasó a ser lugar de encuentro cuando hicimos pandilla, era donde estaba del garaje de Pancho, donde escuchábamos con aquel tocadiscos los singles de los Brincos, Mustang, Fórmula V,... También, era donde nos reuníamos en las entradas de las casas, como solíamos hacerlo en la de Fina y Estrella, en la de Merche o en la de Pili. Con el tiempo también se convirtió en la salida para San Roque, Darbo o Hío. Cuando pienso en ella me sitúo en las escaleras con descansillos que bajaban desde esa carretera hasta la Alameda y que yo bajaba saltando de dos en dos o de tres en tres. Curiosamente a veces sueño que me escondo detrás de los troncos de los primeros árboles que había al bajar.

NOTA: La lluvia siempre me ha llamado la atención y máxime cuando la veía arreciar contra los cristales. Por un lado tenía la sensación de asombro por el espectáculo de la naturaleza descargando lluvia con aquella furia y por otro constataba la intensidad del temporal en las huellas que dejaba en la Calle de Arriba. Luego venía el consiguiente esfuerzo de los hombres para volver a rellenar los desperfectos. Para mí la lluvia se asemeja a las palabras que van cayendo y sonando en nuestro interior y que van disolviendo lo innecesario.


La Calle de Arriba II
La "calle" de arriba era la de "el ramal". A un lado estaba mi casa donde vivían mis padres, mi hermana y yo. En esa casa vivían también mis abuelos, la Sra. Carmen y el Sr. Benito que trabajaba en telégrafos y a menudo andaba por ahí con sus herramientas para subir a los postes a arreglar las averías. Cuando no había averías repartía telegramas. También vivía en ella, en un principio, Chelito, que dormía en el suelo sobre un colchón pero la casa estaba siempre llena de pulgas que ella traía. Recuerdo el olor del ZZ que utilizaba mi madre intentando deshacerse de ellas. Al final, decidieron decirle que no podía quedarse a dormir. Entonces venía temprano por la mañana con su botella de vino que compraba en la de "Antonio" y se iba después de cenar a casa de su hermana en Cangas... pero Chelito merece otro capítulo aparte.
Casa de Pancho: Estrella y Fina

Después estaba la casa de Merche y un poco más abajo la de Prieto. Al otro lado estaban: en primer lugar la de Marisa "Rama", luego la de Valentín y Alcira con su hija Mari Loli (Valentín tenía un ojo de cristal). La siguiente era la casa de Lola la del Pico y su marido. Esta mujer no tenía hijos y en las vacaciones de verano nuestras madres nos mandaban a ella para que nos enseñase a coser. Su frase más famosa era: "costurera sin dedal, cose poco y cose mal".
Casa de Fernando al fondo: Miguel Ángel, Merche y José María

La casa siguiente era de Sra. Lola la de Torres. Vivía con su hija Sagrario que era coja (habían tenido que cortarle la pierna por un golpe que se le infectó). Era la telefonista de Massó. Cuando se casó con el jefe de correos de Ribadavia y se fue a vivir para allá, solían volver a Salgueirón todos los veranos. El jefe de correos tenía cinco hijos: Blanca, José, Juan y las gemelas Pili y Chelo, y fueron una buena adición al grupo. Blanca era mayor y tenía otras amistades, pero José, Juan y las gemelas pertenecían a nuestro grupo. Juan era asmático y el médico le había dicho que le vendrían bien los aires del mar.

La última casa de la fila esa, era la de Manolo (el portero de Massó), su mujer Carmiña y sus hijos, Pili y Lito.


Las playas de Massó
La playa de Areamilla era de todas las que había en la zona la que se podía considerar como tal. Tenía unas dimensiones reducidas pero lo suficientemente amplias como para tener un sistema dunar. Las demás eran pequeñas playas limitadas por las construcciones que se habían realizado en Massó. La del Carro o llamada también playa de Massó tenía la carretera encima, la de la Conchiña (hecha a base de las conchas de berberechos) estaba entre la carretera y el dique, la de la Congorza tenía un muelle y el Matadero al lado, y la del Medio quedaba delante de la laguna. Nos bañábamos en todas pero la que daba más sensación de playa, como dije antes, era Areamilla.

A estas playas solíamos ir de mañana aunque también se podía ir de tarde o bien en las dos sesiones. Preferíamos las mareas altas a no ser que quisiéramos explorar las pozas y rocas en busca de camarones o caramujos. Conocíamos todos los rincones y sobre todo dónde mejor se podía bañar uno con cualquier tipo de marea. En Areamilla, con marea baja, existía el peligro de pisar una faneca brava con el consiguiente dolor.

Las playas las íbamos visitando con más frecuencia en función de las edades, cuantos más años teníamos más lejos nos desplazábamos. En mi caso aprendí a nadar en la de Massó, a tirarme de cabeza y a bucear en el Carro, al lado de esta playa, y conseguí nadar a kroll o libre en la de Areamilla.


Nuevas Amistades
Acabo de ver el anuncio en Faro de Vigo de la muerte de uno de los componentes de Nuevas Amistades. El grupo, que destacó en los años 70, lo teníamos cerca de la pandilla de Massó. Lo digo porque eran la generación que iba delante de nosotros, algunos trabajaban en Massó y los veíamos a diario, y las chicas vivían por San Roque. Carmina acabó siendo novia de José María, y recuerdo verlos a menudo por Salgueirón. Viendo carátulas de los discos compruebo que hubo variaciones en los chicos, y creo que con el que más relación tuvimos fue con Eberto de Tirán. Es un recuerdo grato para los que vivimos aquella época porque había sido una sorpresa tener un grupo musical tan cerca con una fama bien ganada.


Los de Salgueirón
Estuve en Cangas estos días y me encontré con gente que vivía en Salgueirón en los años 60. Estuve con Quino el hermano de José, con Gloria la hija de Rafaela, con José Antonio Perales, con Pepe el de Balea (me hablaba de Don Armindo), aparte de la gente de la pandilla, y saludé de lejos a algún otro más (Mauro, Guillermo,..). Hay una nostalgia en todos nosotros de aquellos años, en parte por aquello de que los recuerdos siempre son positivos pero también hay una experiencia grata de la vida en aquel entorno.


Colección de fotos de carné
Supongo que a todos nosotros en algún momento se nos ocurrió coleccionar algo. No recuerdo exactamente cuándo fue mi momento pero empecé a pedir fotos de carné a gente de mi entorno. Hoy todavía las guardo en una cajita de cartón, son más de cincuenta. De todas ellas, sólo seis son de la pandilla de Salgueirón. Es curioso que a pesar de ser unas simples fotos, me traigan recuerdos cada una de ellas:
Estrella, Marisa, Pacucho,
Pili, Tana y Fina

- La de Pacucho, recuerdo que se la pedí en la alameda de Cangas. Estudiaba en Vigo, acababa de hacérsela y me costó bastante obtenerla porque insistía en que la necesitaba. Creo que no me la dio, sino que se la cogí.
- En cuanto a la de Fina, me acuerdo perfectamente del jersey que lleva puesto, porque me gustaba muchísimo.
- La de Pili, me trae a la memoria el uniforme horrible que llevábamos el último curso en el colegio. Verla con esta ropa me viene a la memoria lo traste que era y lo mucho que hizo “arar” a las monjas.
- También de uniforme hicimos la foto Estrella y yo. Es quizá la prenda de ropa que va más unida a nuestra infancia ya que nos pasábamos la mayor parte del año con ella. Era especialmente incómodo el cuello de plástico, que se nos rompía con mucha facilidad.
- En cuanto a Tana, me viene a la memoria su mirada y su inconfundible inclinación de cabeza. Todo un estilo.


Una idea de Mateo
Mateo era el abuelo de Fernando y vivía al lado de nuestra casa. Lo recuerdo cuando iba a trabajar a la Fábrica con su mono azul y cuando llamaba al Roll y se lo llevaba con él a tomar chiquitas. Curiosamente me ha quedado en la memoria una cosa que me contó un día, me habló de un sistema para limpiar las latas a base de arena a presión, y creo que me lo decía como una mejora en el proceso que empleaban en la Fábrica. Para mí aquello me parecía una contradicción pero a la vez entendía que la velocidad de la arena permitía que no quedasen las latas ensuciadas de arena. Era una buena idea.


Una anécdota de Chelito
De Chelito recuerdo la cantidad de faldas que traía encima, que le hacían una figura voluminosa, y que siempre acompañaba a doña Carmen, la abuela de Estrella y Fina, a la misa de Cangas. Contaban de ella una anécdota, tal vez distorsionada, y era que una vez fue a comprar un helado y lo pidió de tres "disgustos" en lugar de tres gustos. La dependienta la quiso corregir ante lo cual Chelito se "disgustó" mucho y le replicó algo así como: ¡Ahora resulta que no sé pedir un helado!


Chelito
Chelito es uno de mis personajes de la infancia. Como ya dijo Estrella, vivía (yo creo que gracias a la generosidad de Pancho y Filo) en su casa y yo la veía pasar todos los días con sus múltiples horquillas en el pelo (nunca vi tantas en tan poco pelo) porque lo mismo que las faldas, enaguas y todo tipo de ropa las superponía una sobre otra. Para los que no la llegasteis a conocer, os diré que tenía una minusvalía pero acompañada de una buena dosis de dignidad, ya que era la encargada de los recados del barrio por los que cada vecino le daba una buena propina, y esto me imagino le aliviaba un poco su situación. Chelito traía el hielo para las neveras (iba a buscarlo a la Fábrica de Massó), el serrín de la sierra de Hernández, algún paquete pequeño de Cangas, ..........


La tienda de la señora Francisca
La señora Francisca es uno de los personajes más antiguos que recuerdo, detrás de su mostrador nos vendía los productos que no podíamos comprar en el economato de la Fábrica. Tengo la imagen de una señora enlutada que hacía los cartuchos de maíz o harina (había que llevar el papel), pesaba y cobraba. Era la de Romay, la única tienda que había cerca de Salgueirón, con su secadero de pulpo al lado con aquel olor penetrante. Cuando empezaron los supermercados, como el de Mucha en la Caína, se acabó la tienda, no podía competir con la variedad que tenían estos nuevos establecimientos.


Un carro de bueyes por Salgueirón
En Salgueirón había un sitio que se llamaba "la Cuadra", que estaba detrás del Garaje, en el que había unas viviendas y, presumiblemente, habría una cuadra con bueyes y carro. Tenían los palleiros hechos con los restos de los maizales. Recuerdo a dos de los niños que vivían allí --uno era pelirrojo--, más mayores que nosotros, uno de los cuales decían que cuando estaba en la mili había participado de extra en la película "55 días en Pekín". Por otra parte, lo que si recuerdo es a un señor delgado y alto, con su boina y zuecos de cuero, que venía a menudo desde fuera a la Ballenera a coger estiércol de ballena para echar en los campos --recientemente vi una foto suya en uno de los libros de A Cepa. Como era un material blando iba dejando un reguero por toda la Carretera de Abajo, con el consiguiente olor y peligro de pisarlo, además de los restos naturales de los animales. El Roll se rebozaba en aquellos restos de estiércol y luego había que bañarlo. Era característico el cantar de aquellas ruedas cuando el carro venía cargado, "ardíalle o eixo na... carretera de abaixo".


José el jardinero
José era el jardinero de Massó, le acompañaba una mujer (no me acuerdo de su nombre) que era su ayudante, y andaba arreglando mirtos y setos por todo Salgueirón. José era andaluz y vivía en una de las casas que daban a la carretera general. La Fábrica tenía unos jardines a su alrededor, con especies foráneas, que estaban muy bien cuidados por estas personas. Los niños jugábamos al futbol en la Alameda y éramos un peligro para aquellos jardines, sin embargo nunca nos llamaron la atención más de lo debido. Pegado a mi casa y a la de Rafaela, en la Alameda, había unos rosales de los que recuerdo la perilla que quedaba cuando se caían los pétalos. Por aquel entonces alguien me había dicho que los rosales y las manzanas eran de la misma familia, lo cual no me extrañaba viendo aquellos cálices fecundados. Cuando José se fue ya no vino otro jardinero, que yo recuerde, aunque los jardines fueron subsistiendo con un mínimo mantenimiento.


El día que atropellaron al Roll
Alguien me avisó de que el Roll estaba tirado en la cuneta porque un coche lo había atropellado, tal vez fuera Carmiña, la tía de Fernando, quien me diera la noticia. Instintivamente fui a buscarlo, dudando de si me lo encontraría en buen estado, cogí carretera arriba y llegué a la principal y, efectivamente, allí me lo encontré tirado en la cuneta, alguien lo había arrimado para que no lo espachurraran más. Ya decía yo que aquella manía de correr detrás de los coches que había adquirido no presagiaba nada bueno --pensé. Lo cogí y me lo traje en el colo hasta mi casa. Por el trayecto estaba todo tieso, no daba señales de que se pudiese recuperar, lo notaba extrañamente quieto y me temía lo peor. Llegué al pie de las escaleras que subían a mi casa con el perro en brazos cuando, de repente, el Roll se movió y dando un salto alegre se me escapó de los brazos y se puso a caminar como si tal cosa. Estaba vivito y coleando, nunca mejor dicho.


Perros y gatos
De pequeño recuerdo que había un gato en mi casa que se llamaba el Mikey que se murió al poco tiempo de viejo, después vino el Roll. Los gatos, en general, andaban libres de dueño por las huertas. Además del Roll había otros perros en la zona, la Laika era una perra que me parece que era de Adolfo el de la Cantina (tengo una vaga idea) y debía de ser la madre del Roll. Carlos, que era cazador, tuvo dos perros pointers, el Willbe y anteriormente una perra de cuyo nombre no me acuerdo. La perra una vez tuvo cachorros y los enterraron, la forma de deshacerse de camadas de perros y gatos era ésta o tirándolos en sacos al mar. El Willbe aullaba cuando sonaba la sirena de Massó por las mañanas, tal era la coordinación entre can y sirena que cuando empezó lo del cambio horario el perro ladraba por la hora antigua y la sirena tocaba una hora después. El Practicante tenía un perro lobo, el Sider, que se lanzaba contra la alambrada ladrando cuando alguien pasaba por delante de su casa y uno, con el susto en el cuerpo, se quedaba pensando que pasaría si algún día cedía aquella malla. El boxeador (¿?) también era cazador y tenía perros. Por la casa de Pazos creo recordar que también había perros que estaban encerrados, al menos en casa del portugués había uno, si no me falla la memoria.


Dibujo del Roll


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Capítulo VI
Vida doméstica
Las huertas servían para tener árboles frutales, plantaciones de hortalizas, patatas, verduras, etc, animales domésticos como gallinas y conejos, además de lavaderos de ropa y tendales.  En los años cincuenta y principios de los sesenta, los inviernos eran crudos con heladas que dejaban las huertas y los charcos helados y la ropa tendida tiesa. Los veranos eran bastante calurosos, empezaban en junio y se prolongaban hasta septiembre. En esta estación había abundante fruta en las huertas, generalmente pesegueiros abrideiros y duraznos. También había higueras, manzanos, ciruelos y perales. La gente hacía injertos en los frutales para mejorar los productos. En general había fruta todo el verano.
El gallinero era la despensa de la casa, por los huevos y por la carne de las gallinas. Había gallinas y gallos todo el año, para ello había que reponer haciendo criar en primavera una nueva camada de pollitos. Las gallinas se ponían "cluecas" y los huevos ya eran entonces para incubar. Se ponían aparte para que estuvieran calentando los huevos unos veinte días, si no recuerdo mal, y poco a poco iban rompiéndose los cascarones apareciendo lo pollitos. La madre los llevaba por la huerta picando aquí y allá, como una retahíla de cositas amarillas que la seguían por todos lados, y el problema eran las pegas que venían a robarlos y comérselos. El caso es que se criaba otra generación para el invierno siguiente. Se comían los pollos, dejando algún gallo, y las gallinas eran para poner huevos, porque además la gallina acababa siendo algo más dura. El gallinero era también el lugar de reciclaje, donde los restos comestibles de la comida diaria podían usarse para alimentar a las gallinas, sobre todo restos de fruta y verdura. Y viceversa, el estiércol del gallinero se podía usar como abono para lo que se plantara en la huerta. Rafaela, la esposa de Carlos Ocaña, operaba a las gallinas cuando se atragantaban con algo, les abría el buche con unas tijeras y, después de vaciarlo, se lo volvía a coser con hilo y aguja. En general se mataban las gallinas doblándole el cuello y cortándoselo con un cuchillo, después las echaban en un barreño de agua caliente y las desplumaban. Se preparaban guisadas o en cocido, se le comían las mollejas, los hígados, el corazón y las patas, aparte de lo demás. Había gente que decía que la parte más exquisita era el culo (la cola) y otros preferían el cuello. Los huevos se comían de todas formas, pasados, cocidos, fritos o en tortilla. Se usaban para montar claras con las que se hacían bizcochos esponjosos. Se tomaban las yemas con azúcar. Lo dicho, la despensa de casa.
En las escaleras de las entradas de las casas se hacía mucha vida, las tardes soleadas invitaban a sentarse un rato al sol recostados sobre los escalones y allí permanecer mientras tanto. En el tejadillo de las puertas, en primavera, solían anidar los gorriones y era un entrar y salir de los padres que entretenían el rato. Los pasamanos laterales también servían para sentarse y el bordillo de las casas se convertía en un reto para conseguir bordearlas sin caerse, agarrándose en los salientes de las esquina y en las ventanas.


POST DEL BLOG
El patio de entrada
Todas nuestras viviendas tenían algo en común: un balcón o patio en su entrada. Esto nos proporcionaba un sitio ideal para reunirnos. En él pasábamos bastante tiempo, unas veces decidiendo lo que íbamos a hacer o simplemente descansar a la vuelta de algún sitio.
De todos ellos tengo alguna imagen grabada:
- De la entrada de Pili Valladares tengo el recuerdo de estar comiendo caramujos y también camarones que cogíamos en la playa y que Carmiña nos cocía después.
- De la casa de Estrella y Fina me viene la imagen de las clases que Filo daba a las chicas cuando salían de trabajar en la Fábrica. Parece que la estoy escuchando cuando les dictaba y les pronunciaba la “v” fricativa para distinguirla de la “b” oclusiva. Es digna de mención esta vocación altruista en favor de la cultura.
- De la casa de Merche recuerdo las horas de sobremesa sentados al sol en las escaleras con Sabino, Dosia (así la llamé siempre), Migue (como le llamaban en casa) y José María; pero sobre todo, la imagen del jardín de Cinias, todas parecidas y diferentes a la vez. Muchas veces buscábamos la más bonita, algo complicado dada la cantidad y variedad.
- Recuerdo pasar tardes enteras sentada en las escaleras de señora Lola cuando venían los de Ribadavia con todas sus novedades.


La parrilla
Ahora se ha puesto de moda en muchos sitios la barbacoa, pero hay que decir que antes en cada casa había una humilde parrilla que servía para poner unas sardinas o unos jureles a la brasa. La parrilla eran cuatro alambres que se pasaban arrinconados todo el invierno, que se sacaba cuando empezaba el buen tiempo y la temporada de estos pescados. Se ponían cuatro piedras en el suelo, o en un murito, se hacía una pequeña hoguera con los restos de la poda de los frutales que había por la huerta y en un instante había unas brasas para asar. Se decía que los sarmientos de la vid eran los mejores para hacer brasas, pero no había vides en todas las huertas, aunque recuerdo haber ido a buscar sarmientos para tal ocasión. Con el paso del tiempo se empezó a hablar de las sardinas del xeito y de la ardora, según la forma de pescar, pero por aquel entonces no había tal distinción. Un trozo de pan a modo de cama y la sardina o el jurel encima, comiendo con los dedos, era el sencillo y rico resultado de tan simple experiencia culinaria.


Las cosas de casa
LIMPIEZA.- Nuestras casas olían a lejía, producto muy común para fregar los suelos de baldosas (con cepillo y de rodillas). Para lavar la ropa se utilizaba el jabón LAGARTO y cuando se empezaron a usar los detergentes en polvo, las marcas que recuerdo eran: OMO, ESE… 

Para la limpieza de los muebles no me consta que se utilizara ningún producto que los abrillantaba; y para quitar el hollín de la cocina de hierro se usaba el PEDRA MOL (piedra blanda para fregar).

MOBILIARIO.- En nuestras casas había un único televisor (en blanco y negro) que emitía la programación a partir del mediodía con la Carta de Ajuste. La marca del de mi casa era TELEFUNKEN.

Dormíamos en colchones de lana, hasta que llegaron los primeros PIKOLÍN y nos abrigábamos con unas mantas finas que llamábamos cobertores. No existían los modernos somieres, sino los metálicos que muy pronto perdían la horizontalidad. En la cabecera de la cama colgaba un interruptor que llamábamos “pera” por su forma. En mi casa, como en otras muchas, había lo que llamábamos “cama turca” (plegable y cubierta por una cortina estampada) que se utilizaba en caso de tener una visita.
Único era también el teléfono, colgado en la pared o sobre el mueble de entrada. Para poder hablar había que llamar a una centralita y darle el número (de dos o tres cifras) con el que queríamos comunicar.

ALIMENTACIÓN.- Recuerdo con cierta añoranza algunos productos y marcas que dejaron huella en nuestra infancia como el chocolate DOLCA y las galletas CUÉTARA. La leche la traía a casa la lechera en unos recipientes de lata, directamente de la vaca, sin tratamiento alguno. Al hervirla y enfriar, quedaba una capa de nata gruesa que con frecuencia la extendíamos en el pan espolvoreada con azúcar (era una de mis meriendas preferidas). 

Una bebida común en nuestras casas era la gaseosa (FEIJÓO), que un camión traía por caja (de madera) todas las semanas.

GOLOSINAS.- Los chicles eran de la marca BAZOKA y las pipas FACUNDO. Los helados eran cortes (de nata, vainilla, fresa o chocolate) o polos de hielo (con sabor a limón o fresa).

ÁLBUMES.- Coleccionar cromos era una de nuestras distracciones favoritas. Recuerdo una de animales, otra de deportes y alguna relacionada con series de televisión como “Viaje al fondo del mar”. Poníamos mucho interés en terminar la colección aunque siempre había algún cromo (el escasito) que nunca aparecía. Cuando el pegamento IMEDIO se acababa, los pegábamos con una pasta hecha de harina y agua, e incluso lo intentábamos con monda de patata, aunque el resultado no era siempre el deseado. 


Reparto de pan
El pan lo traían todos los días de la de Rosa desde Cangas a Salgueirón. Aparecían en una furgoneta que pitaba para avisar de su llegada, -solían traerlo las hijas de Rosa, Rosita y Lolita-, se cogía la bolsa de pan y se iba a buscar en la breve parada. En otra bolsa se acumulaba el pan duro que luego se echaba a las gallinas, era una forma de reciclaje de la comida, dicho sea de paso. Las gallinas recibían los desechos orgánicos para volver a recuperar la comida a falta de cerdos. Se compraban barras de pan pero recuerdo que por aquel entonces había el pan bombón, unos bollos muy esponjosos y con un sabor especial, parecidos a lo que son las medias noches hoy en día, aunque curiosamente no volví a encontrar ese pan en Cangas.


Árboles brotando
Estuve en Galicia este mes de Marzo, hacía años que no coincidía con este mes, y volví a recordar el brotar de los árboles. Delante de la ventana de mi habitación había un pesegueiro abrideiro, y en estas fechas empezaban a salirle los brotes de las flores de los nuevos frutos. Con el paso de los días veía aparecer las hojas, los pequeños pésegos, hasta que finalmente, por el mes de julio, observaba ya los frutos que empezaban a madurar. Algún año llegué a coger algún pésego desde la propia ventana. Los pésegueiros abrideiros y duraznos daban muchos frutos, con mucha agua, lo que resulta sorprendente es que quedasen en segundo término ante melocotones o nectarinas, porque realmente son una fruta valiosa y, además, los árboles son muy resistentes, valor que se debe de considerar también en una época en que hay que economizar energía.


El huevo de madera
El huevo de madera que tenían todas las cestas de costura era realmente singular. Tenía la forma perfecta de huevo y era lo que más llamaba la atención, máxime cuando en casa había gallinas --no me imaginaba a una de aquellas gallinas queriendo incubar tal objeto. Por supuesto se utilizaba para zurcir calcetines, porque era la cultura del mantenimiento, las cosas tenían que durar aunque remendadas. También podía haber palillos de madera para hacer calados, aunque eso era más complejo. Lo que no faltaban eran agujas de calcetar y de ganchillar, dedales, tijeras, alfileres, imperdibles, corchetes y toda una colección de agujas de coser, desde estambreras hasta las más finas. ¡Ah!, y todo tipo de botones de repuesto.


Colchones de lana
Puede ser difícil de creer pero en los años 60, al llegar el buen tiempo, se cogían los colchones de lana, se descosían, se les sacaba toda la lana, se lavaba la lana y la funda, se secaban ambas y se volvía a meter la lana dentro y se cosían. Este lavado de colchón duraba tres días por lo menos. La lana había que desapelmazarla antes de volver a meterla para que el colchón quedase mullido. Aún no se había inventado el colchón de muelles, las fábricas de colchones actuales vinieron después. Recuerdo que solía ser una tarde soleada dando el sol en el salón y todo aquello desparramado por el suelo dejando pasar la tarde, hablando de todo un poco.


El pedramol y el limón
Aquellas cocinas de hierro había que fregarlas con estropajo de esparto y pedramol. Lo mismo las sartenes, hasta que quedaban relucientes. Los restos del limón también actuaban como buenos desengrasantes, se recurría a productos naturales y a mucha fuerza de brazos. Los pisos de madera había que fregarlos rodilla en suelo con cepillos de cerdas, cuanto más duros mejor, y no me extrañó que se inventara la fregona visto el sacrificio que representaba semejante lavado. No podemos olvidar los pilones, con frio o calor, restriega que te restriega hasta que quedasen blancas las sábanas. Recuerdo que la ropa blanca había que ponerla al sol para que se clarease y en invierno acababa tiesa por congelación. El trabajo de casa en aquella época era bastante duro, no había las comodidades de hoy en día, y eran nuestras madres las que cargaban con casi todo.


Los zapatos Gorila
En aquella época había unos zapatos, marca Gorila, que tenían fama de ser muy resistentes, pero había una cosa más interesante que los zapatos, para nosotros los niños, y era que con cada caja de un par de estos zapatos regalaban una pelota de goma verde. Esta pelota también era dura y resistente, a la altura de los zapatos, y nosotros la usábamos para jugar al juego aquel de lanzarnos pelotazos con aquel proyectil. El caso es que dolía y había que estar a distancia, necesitábamos toda la Alameda para jugar, lo cual da idea de la magnitud del lanzamiento. No recuerdo el nombre de aquel juego pero casi podíamos emular al béisbol con los latigazos que mandábamos, con el brazo a todo poder.


Jabón casero
En casa se hacía jabón para lavar la loza o la ropa en el pilón. Se usaban cajas de madera del membrillo para cuajar aquella mezcla de aceites usados y de sosa, la caja le daba la forma característica de pastilla cuadrada. La operación se hacía con cuidado para no quemarse con la sosa.


La higuera de la huerta
Los primeros recuerdos que tengo de mi vida van asociados a la higuera que había en la huerta de mi casa. Me parecía enorme, tenía una rama casi horizontal de la que había colgado un columpio en el que me pasaba horas balanceándome. Era un mundo interior al que se accedía y allí quedaba oculto subiendo y bajando por las polas, asomándome por entre las hojas a otear la huerta y por supuesto, donde me balanceaba, y donde saboreaba aquellos higos. Los higos se convirtieron en un hecho tan cotidiano que me parecía asombroso que la gente que venía a mi casa se llevase con tanto entusiasmo las cestas de higos de aquella interminable higuera. Llegué a poner un espantapájaros en lo alto de la misma para que no viniesen los pájaros a picotear, pero nunca funcionaba porque no era suficientemente disuasorio, y, como dije antes, al final del verano venían bandadas de estorninos y acababan con lo que quedaba. La lluvia de final de verano también estropeaba los higos y los abría. Salir al mundo para mí fue salir de dentro de la higuera.

Tal vez ésta sea la metáfora de mi vida. Vivir en el interior, reconocer las estructuras internas por las que deslizarme y subir a saborear en las ramas. Deleitarme balanceándome en esas estructuras. Otear lejos desde esas ramas. Ver llover sobre los frutos como anticipo del final de la estación, como los pájaros aprovechar la cosecha y volver a renacer cada primavera.


Llega la tónica
De pequeños lo que bebíamos en las cafeterías eran las gaseosas. En la de Román, al lado del horno de Rosa, había una fábrica de gaseosas, y la cuestión era que había bastante consumo de estos refrescos. También se hacían los sifones para el vermout. Estas bebidas fueron desapareciendo o perdiendo importancia con el tiempo, se sustituyeron por Pepsis, Coca Colas y Seven Ups. La tónica se empezó a difundir a finales de los años 60, antes no la habíamos ni visto. Recuerdo que al principio no me gustaba mucho, tenía un sabor demasiado amargo, decían que con el tiempo llegaba a gustar y que era cuestión de ir entrándole. En casa, al llegar el verano, se hacían limonadas con los limones de la huerta y mucho azúcar, y algún que otro zumo de naranja, después llegaron los Seven Up y los Kas de limón y naranja, y similares, que asemejaban estos productos naturales. Al final resultó que con el tiempo sí se hicieron un hueco.


Pelar castañas y otras tareas
Ahora que viene el otoño me vienen al recuerdo las castañas cocidas. Cocidas y no asadas, porque esta era la forma tradicional de prepararlas con los anises que crecían por todos los lados y en particular en las huertas. Para ello había que colaborar pelando las castañas lo cual era un poco pesado. También recuerdo la colaboración que teníamos que hacer en otra tarea doméstica como era el elaborar los ovillos de lana. Con nuestros brazos extendidos aguantábamos las madejas de lana para que nuestras madres hicieran el ovillo necesario para calcetar. Otra tarea bastante habitual era la de ayudar a doblar sábanas y mantas. Cogíamos los extremos que nos daban y seguíamos el orden que nos marcaban, aunque a veces por aquello de la imagen especular lo hacíamos al revés. ¿Y qué decir de enrollar calcetines? ¿Y de batir nata para hacer mantequilla? Teníamos muchas tareas infantiles en las que participábamos en el mantenimiento de la casa y, porque no, en las que jugábamos también para entretener los días fríos o lluviosos.


Las primeras series de TV
Las primeras series de TV que recuerdo fueron las de Rintintín Patrulla de caminos. Las veíamos en la tele de la Cantina a la vez que los partidos de fútbol del Real Madrid. Me quedaba pegado al mostrador cuando iba a buscar el vino o simplemente nos acercábamos hasta allí como niños curiosos a ver lo que había. Era la tele en blanco y negro (con lluvia y carta de ajuste). Poco después se fueron comprando teles en las casas y se fueron sustituyendo las novelas de la radio por las series y concursos de la única cadena que había entonces, la primera de Televisión Española en VHF. Poco después vino la segunda en UHF y el color.


Los vendedores de piñas
Una profesión antigua, la de vendedor de piñas de pino, existió mientras hubo cocinas de hierro porque con el butano se acabó la necesidad de esta materia prima. Venían con sacos de piñas hasta las casas y los vendían en la misma puerta, aunque no recuerdo si había que avisarles o pasaban al azar. Las cocinas de hierro se encendían con la leña de la huerta, de la poda de frutales y otras ramas, pero daba mejor fuego la piña del pino. Dentro de las piñas venían tijeretas, unos insectos alargados y marrones, se conoce que se alimentaban de algo que tenían, y cuando se echaban al fuego algunas tijeretas salían corriendo. Al igual que las cucarachas daban un poco de asco.


Arreglar cacerolas
Las cacerolas y ollas de casa estaban remachadas con aquellos aros debido a que por algún golpe se hacía un agujero y las dejaba inservibles hasta que se reparaban. Venían los afiladores y capadores (al parecer tenían ambas habilidades) y arreglaban las perolas o afilaban los cuchillos. Los primeros que venían también reparaban los paraguas con aquellos carros especiales de rueda a pedal, porque los de después ya venían en moto y eran más de afilar cuchillos que de otra cosa. Era una economía en la que las cosas cuando se estropeaban se arreglaban. Se zurcían calcetines o camisas, o se cogían puntos en las medias. Cuando la ropa estaba muy pasada se les hacía un reciclaje en forma de paños para secar. Hasta los cueros de los zapatos los usábamos para hacer tirachinas. Realmente no se tiraba nada que no fuese susceptible de rehusar.


Las galletas de nata de la abuela Carmen
Hablando de la Navidad, nosotros poníamos el Belén pero no el árbol. Eso era algo moderno, y creo que empezaron a hacerlo los de la Fábrica..... Tengo idea de que alguien en algún sitio decoraba un abeto grande en los jardines.
Nosotros no teníamos que ir a buscar musgo porque lo teníamos en el murillo que estaba frente a la entrada de casa, dentro de nuestro "jardín". En ese muro jugábamos al "quirín". No sé si fue antes de que Fernando y tú os unieseis a nosotros. Del tocadiscos, yo recuerdo poner a todo trapo la canción de los Bravos "los chicos con las chicas" para que la oyera la abuela Carmen.

Mi madre no era cocinera, bastante tenía con trabajar en Massó. Creo que la nuestra era una casa distinta porque nuestra madre era trabajadora y no ama de casa. La encargada de las tareas era mi abuela. Hacía unas galletas de nata riquísimas, y también unas empanadillas muy ricas con la carne que le sobraba del cocido. Recuerdo también las lentejas y la "caldeirada dos mariñeiros". La cocina era su dominio y no nos dejaba entrar a mi hermana y a mí. Yo me sentía un poco inútil y culpable porque después de comer las otras niñas tenían que lavar la loza y limpiar la cocina (lo que Eudosia, la madre de Merche eufemísticamente llamaba "tocar el piano"). Mi abuela decía "xa vos chejará", en referencia a que ya nos llegaría el momento de tener que trabajar en la cocina, pero que mientras ella estaba, lo hacía ella.

Hace poco mi prima Pili me recordó las galletas de la abuela. Recuerdo que la mantequilla la hacía ella, guardaba la nata que se quedaba como un película al hervir la leche que traía la lechera --a veces tenía un fuerte olor a urea, y Sra. Lola decía que a veces le añadían orina a la leche (mexábanlle), para aumentar la cantidad......, hemos tenido pequeñas rebeliones a la hora del desayuno por no querer tomarlo porque sabía mal......, "esta leche está mal", ellos insistían que estaba perfectamente porque no se había cortado al hervirla. Volviendo a lo de mi abuela. La nata la guardaba y todos los días la batía con un tenedor hasta que se hacía la mantequilla. Un día cuando estaba viviendo en Inglaterra le pedí la receta de las galletas de nata y me la mandó. Intenté hacerlas pero me salieron durísimas. Mi abuela sabía escribir y le gustaba mucho hacerlo. Escribía largas cartas a su familia que empezaba "querida...... espero que estéis bien de salud quedando la mía bien gracias a Dios", o "querida... recibimos tu carta y nos alegramos que estéis todos bien. Nosotros por aquí todos bien gracias a Dios". Para una mujer que nació en 1898 de clase trabajadora, el escribir (con faltas de ortografía y sin puntos ni comas), ya era un logro.


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