Capítulo IV
La Alameda, el parque de juegos
La Alameda era un parque de
juegos para los niños de la zona, era una época en la que los juegos se hacían
con lo que se tenía alrededor, los juguetes se recibían en Reyes pero era lo
menos importante a la hora de hacer juegos de socialización a lo largo de todo
el año, los verdaderos juguetes eran los árboles de los jardines, así como su
espacio. En primer lugar, había múltiples árboles en la Alameda, y se jugaba
subiéndose a los árboles, unos eran más accesibles que otros, y unos eran más
limpios que otros. Los cipreses se escalaban bien pero eran muy rascosos y algo
sucios, pero se llegaba a alturas considerables desde donde otear toda la zona.
Los plátanos eran difíciles de subir, el grueso tronco no ayudaba mucho a
agarrarse, y luego tenían un polvillo de las hojas que eran un poco incómodo.
Estaban llenos de nidos de gorriones que venían en bandadas todas las
primaveras y veranos al atardecer, a pasar la noche. Había otros que se subían
bien desde la base y otros imposibles de ascender.
Cuando podaban los plátanos
quedaban unas varas largas que se usaban como caballos, se recortaban como
espadas o se hacían arcos. También servían para un juego que consistía en hacer
girar una vara alrededor y obligar a saltar a los participantes que estaban en
el radio de acción so pena de llevarse un golpe en los tobillos. También
servían para jugar a la billarda, a modo de béisbol troglodita; se hacía saltar
un pequeño trozo de madera introducido en un agujero del suelo, para luego
golpearlo con el rudimentario bate, y lanzarlo lo más lejos posible.
En otoño, había gran cantidad de
hojarasca, procedente sobre todo de los plátanos, y se hacían montoneras de las
mismas creándose unos colchones naturales. Había un juego que consistía en
lanzarse en aquellas montañas de hojas todos a la vez, cayendo unos sobre otros
gritando “¡Ao montiño que é pequeniño!”, con el peligro de que cayeran muchos
encima de uno teniendo que soportar este todo el peso.
La Alameda tenía su zona de
explanada, la que estaba encima del aljibe,
limitada por las tapas de acceso al mismo, que eran unas construcciones rectangulares
tipo mesas, con sus tapas de metal. En verano ardían con el calor. Estas tapas
se cambiaron posteriormente por otras de hormigón, al parecer, más seguras.
Quedaba delimitado un rectángulo perfectamente llano que era un espacio
adecuado para hacer juegos con balón, desde el brilé hasta el fútbol. Los
partidos de fútbol eran muy habituales, y como cada vez había más jugadores se
iba ampliando el terreno de juego hasta llegar a los jardines o jugando en
sentido transversal, hasta meter la
portería y el campo entre los árboles. La portería que daba a la finca de
Fernando provocaba que los balones a acabasen allí abajo, a veces sobre terreno
plantado de patatas, con el consiguiente problema de tener que ir abajo a
buscarla.
La Alameda tenía su extensión, el
Montiño, la antigua cantera de extracción de piedra para construir la Fábrica.
Allí se jugaban las peleas imaginarias entre indios y vaqueros. Había dos
bandos, unos se escondían y los otros los buscaban, en el momento que se
descubrían se “mataban” salvo que el escondido “disparase” primero a su captor
diciendo una frase tipo “bandidiño”. También las escaleras de bajada a la Fábrica,
donde estaba el Lavadero, eran lugar de juego, sobre todo bajo los carballos y
subiéndose a los árboles que había entre los jardines del centro, que manchaban
bastante. En el Lavadero, que pronto quedó en desuso, se jugaba a la pita,
corriendo subidos alrededor del fregadero, que estaba inclinado. Era un
auténtico laberinto porque tenía un tabique central que separaba las aguas
sucias de las limpias, y se podía cruzar. Los juegos de laberintos, por donde
correr y pillar, se utilizaban mucho dibujando los circuitos en el suelo, de la
propia Alameda o en las carreteras.
POST DEL
BLOG
La
Alameda que estaba delante de mi casa encubría un depósito-aljibe de agua para
suministrar a la Fábrica. Para nosotros, los niños de la zona, aquellos
rectángulos cuadrados que había eran como bancos para sentarse, al principio
con tapas de latón y después de cemento. También servían para jugar de mil y
una formas, saltar de unos a otros evitando que te pillasen, empujarnos unos a
otros para hacernos caer,...Pero claro, cuando aparecieron los de la Fábrica,
destaparon aquello y se metieron dentro, se nos reveló la verdadera naturaleza
de lo que estaba bajo nuestro patio de juegos, ¡había mucha agua allí abajo!.
En un momento dado estuvieron poniendo unos medidores automáticos de nivel,
algo parecido a lo que tenían las cisternas, que cuando el agua
llegaba hasta
allí se cerraba el grifo. Toda aquella agua debía de venir del pozo que había
en la Sierra que por inercia iba llenando el aljibe y tal vez había que
controlar que no desbordase. Realmente el aljibe estaba bien construido porque
no rezumaba agua por ningún lado que delatase su naturaleza, ni siquiera hacia
la finca de Fernando a la que daba uno de los laterales, el otro daba hacia la
carretera con menor altura y los otros dos quedaban disimulados con el nivel
descendente de la propia Alameda. Uno de los episodios trágicos de mi infancia
fue caerme desde la pared que daba a la carretera y abrirme la cabeza con el
bordillo de una canaleta que daba al aljibe. Me queda el recuerdo de una
cicatriz y medio aboyamiento en mi cabeza, y con ello puedo decir que ya no me
he olvidado del aljibe en mi vida.
Marisa y Fernando con el Roll |
Una caída
afortunada
Mi versión, es parecida. Después de comer,
un día muy primaveral, mi padre como otras veces, nos pasea montados en la
barra de la bici. Tú esperabas a que yo acabara, y cogiste una piedra bastante
grande y la fuiste a tirar a la carretera. No la soltaste a tiempo y el peso de
la piedra te arrastro. Mi padre soltó rápidamente la bicicleta, para
socorrerte. Recuerdo el pañuelo blanco, todo teñido de rojo. Aunque el golpe
fue grande, todo se quedó en un buen susto. A partir de aquel día aprendimos a
andar en bici.
Los
castillos de madera eran las disposiciones de las tablas de madera que ponían a
secar delante de la Carpintería. Tenían forma cuadrangular y dejaban pasar el
aire porque estaban intercaladas. Era la típica configuración de todas las
serrerías de la zona. Eran fáciles de escalar y los niños nos metíamos dentro
para jugar, imaginando que eran castillos donde nos parapetábamos de los
enemigos. Olían a las resinas de las maderas, generalmente pinos, y contenían
restos del serrín de la serrería. Cuando estaban secos los volvían a recoger
para trabajar las tablas y hacer con ellas lo que requería la Fábrica, me
imagino que mayormente cajas de embalar. Aparecían y desaparecían con la misma
asiduidad. El serrín también se utilizaba para los suelos húmedos o aceitosos.
Recuerdo que nuestras armas eran los tutelos y las bolitas de enredadera para
usar como munición. A veces jugábamos de noche después de andar dando vueltas
por la cantina, viendo algo de tele. Por alguna razón, tengo especialmente
recuerdo de los momentos en que estábamos metidos por aquellos castillos en
plena noche.
Aprender a andar
en bicicleta
Creo recordar que la primera bicicleta de
"las de arriba" fue la de Marisa, y en ella aprendimos a andar todas
las demás. A mí me enseñaron por el método de dejarme ir cuesta abajo y
soltarme (yo convencida de que alguien me estaba sujetando). Una vez me prestó
Carlos Pintos la suya, y me fui hacia Cangas, pero al llegar a la de Tana me di
cuenta de que no frenaba. La bici tenía el piñón fijo y por más que me
esforzaba seguían moviéndose los pedales. Al final tuve que "tirarme"
y acabé con algunos rasguños en las piernas, pero la otra opción habría sido
llegar hasta Cangas a "cien por hora". Estoy convencida de que tomé
la decisión adecuada. Todavía conservo mi bicicleta "Orbea". Era de
color azul. Iain me la arregló, le puso marchas y la pintó de blanco y verde,
pero sigue siendo igual de pesada. Recuerdo que mi tío José la usaba para ir a
Vilariño cuando venía de vacaciones desde Nueva York. Él tenía 74 cuando yo me
casé y todavía ese año lo hizo.
Ahora que se acerca de nuevo
el día de Reyes me vuelve a la memoria todos aquellos regalos que, por un
motivo o por otro, dejaron huella en mí. Sobre todos ellos permanece en el
recuerdo mi primera bicicleta.
Por los comentarios que sobre nuestras bicicletas hacéis, veo que recordáis que la mía era verde. Pero quizá no es lo más significativo el color sino su origen. Cuando la recibí el día de Reyes, me sentí privilegiada ya que era, a mis ocho años, la única que la tenía. Esto no fue debido a que mis padres tuvieran mayor poder adquisitivo que los otros, ni mucho menos, sino a la habilidad de mi padre por la reconstrucción de objetos antiguos que todavía conserva hoy. Esta bicicleta era un despojo oxidado que había en alguna esquina de la casa de mis abuelos, en Balea. Mi padre la limpió, pintó y engrasó. Recuerdo el color aluminio del manillar y radios de las ruedas Creo que lo único nuevo era el timbre y las llantas. Al ser la primera, fue una especie de bicicleta escuela que compartíamos en el aprendizaje por el sistema de dejarse ir cuesta abajo (como bien recuerda Estrella). Gracias al “buen hacer” de mi hermano Toño, creo que mi primera bicicleta no duró mucho.
Las Bicicletas
La cuesta que bajaba desde la Alameda
hasta el Garaje, era la pista donde aprendimos a andar en bici. Nos dejábamos
ir cuesta abajo. Al principio a duras penas manteníamos el equilibrio. A veces
algún padre o uno de nosotros, venía detrás ayudándonos (no había ruedines). Lo
difícil era subir encima de la bicicleta y mantenerse los primeros metros. Una
vez que aprendías, te dejabas ir cuesta abajo y al llegar al Redondel, vuelta
para arriba.
Casi todos teníamos bicicleta, era una de
nuestras diversiones preferidas, también una constante fuente de disputas,
sobre todo entre hermanos. Había dos clases de bicis, la de barra, de
hombres y la nuestra, como la de casi todos, de mujer, sin barra, con
portaequipajes, y unas mallas de colorines a ambos lados de la rueda de atrás.
La de Merche era roja, la de Estrella y Finita azul, la de Marisa Rama creo que
verde.
Cuando aprobé tercero de bachiller mi
padre me regaló una de carreras, una Zeus, dorada. Al año siguiente a Pacucho
le regalaron una igual. Hacíamos un montón de excursiones. Una vez recuerdo que
fuimos hasta Beluso, venia Jose Mª, el hermano de Merche, al llegar a
Aldán se me pinchó una rueda y tuve que llegar andando hasta Massó.
El juego del huevo, pico o araña,
consistía en la confrontación de dos grupos, a uno le tocaba ponerse agachado
en fila y al otro saltar encima de éstos, procurando no caerse, y hacer la
pregunta de huevo, pico o araña, a la vez que con la mano el capitán
simbolizaba una de estas tres cosas. Si acertaba el equipo inferior, se
cambiaba la situación y, entonces, los de abajo pasaban a saltar encima de los
otros. El juego contaba con el soporte inicial de alguien que estaba fuera del
juego, que a su vez actuaba de árbitro en la cuestión, y ayudaba a que el
primero de la fila inferior tuviera una amortiguación de los saltos apoyando la
cabeza en su regazo. El asunto era un poco bruto, los saltadores intentaban
cargar a los de abajo, derribándolos si era posible, para hacerles sufrir el
peso. ¿Juegos de iniciación?
El juego favorito de pequeños era el de
indios y vaqueros -en el caso de los niños-, unos hacían de indios y otros de
vaqueros, se disparaban tiros imaginarios y de algún modo se eliminaban de la
refriega. Era la influencia de las películas americanas de este género (las
películas de Alan Ladd y demás). No había ningún personaje en concreto, todo lo
más el indio Jerónimo, el caso es que los indios eran como los malos y los
vaqueros los buenos. Llegábamos a construir las pistolas de madera y los arcos
y flechas con palos. En Reyes pedíamos pistolas de estralos para mejorar la
parafernalia. Teníamos, también, figuritas y fuertes para jugar, montábamos una
escenografía y hacíamos las batallas moviendo con las manos los indios y los
vaqueros. Cuando íbamos a ver las películas y aparecía el séptimo de caballería
para salvar a los buenos, la gente se ponía a aplaudir a rabiar, como
reconocimiento de aquella buena acción que acababa con la maldad de los malos,
los indios, por supuesto. Con el paso de los años me he convencido de que
sufrimos manipulación de los sentimientos,..., los buenos y los malos no son
tan fácilmente reconocibles.
Jugar
al trompo con los niños de la escuela no era sólo hacerlos bailar, cuando a uno
le tocaba en prenda dejar el suyo en el suelo, los demás le lanzaban los
trompos para darle con sus puntas. Cuando los bailaban los recogían con la
palma de la mano y los lanzaban con fuerza sobre el que estaba de prenda. Había
veces en que el lanzamiento inicial impactaba de lleno en el trompo del suelo y
lo partían, y ese era el objetivo del juego, intentar romper al máximo el
trompo en prenda. Se valoraban aquellos hechos de madera de "buxo",
porque eran duros y resistían mejor estas embestidas. Era un juego donde
primaba la puntería y la fuerza.
El juego del
pañuelo
En los recreos jugábamos delante de la
escuela (en la carretera) a varios juegos, uno de ellos era el del pañuelo. Dos
filas de niños competidores se numeraban y entre ellos, en el medio, un niño
iba diciendo los números para que alguno de los jugadores oponentes con ese
número, lograse coger el pañuelo y volver a su sitio, eliminando así al otro,
salvo que fuera tocado por éste en su retorno, con lo cual quedaba eliminado.
Cuando se iban eliminando los niños de uno de los equipos los miembros
restantes asumían sus números. Era un juego donde primaba la velocidad.
Uno de los juegos que jugábamos los niños
consistía en que un jugador lanzaba una piedra por el camino y el otro
intentaba darle con la suya. El juego se encaminaba tirando uno detrás del
otro. Si se le daba a la piedra del contrario (criqui) se ganaba un punto o se
cobraba con una palmada. Según a la distancia que quedase después de darle se
podía ganar más puntuación (miquis). Era el tal para ir caminando y
entretenerse por el camino. Las piedras más duras y vistosas eran las de
"seixo", cuarzo blanco, que después de unos cuantos choques olían a quemado.
El cuarzo dejaba un olor agradable característico por las chispas que saltaban
cuando se golpeaban entre si dos de estas piedras.
Cuando sonaba la sirena de la Fábrica, de
repente aparecía un tropel de señoras vestidas de blanco y señores vestidos de
azul, que invadían toda la Alameda. Venían de toda la zona, de Darbo, de San
Roque, de Balea..., el más rezagado era Valentín (alto y desgarbado). Pero al
pobre le quedaban muy pocos minutos de vida. La Alameda era su sepultura todos
los días. El encargado de cavarla era Berto, vaquero, pistolero... (menos mal
que lo resucitaba al día siguiente). Acordaros de la escena: Valentín, ese hombre
alto y desgarbado escondido entre los árboles, esos plátanos, con un diámetro
de tronco que nosotros no los dábamos abrazado; Berto agazapado en otro, (cada
día en uno distinto), volviendo loco al paciente de Valentín. De repente,
cuando se veían empezaban a sonar los disparos a discreción. La Alameda se
llenaba de gritos, pim, pam, pum. Uno de los dos caía muerto. Ellos tenían su
código secreto y decidían, quién tenía que tirase al suelo y dar por perdido el
duelo ese día. Después, Valentín se iba para la Fábrica y Berto a empezar a
llenar el suelo de la Alameda de dibujos de vaqueros e indios, que los sometía
a unas interminables guerras que podían durar días.
La Alameda era el centro del barrio, jugábamos al fútbol, hacíamos carreras, buscábamos nidos, decidíamos en espontánea asamblea, cuándo empezábamos a recolectar leña para quemarla en San Xoan, o bien organizábamos partidos de fútbol contra otros barrios, los de Balea (que malos eran, El Poallo, el temible Cachirulo), los de la Caina (Camilo, Gaspar "Labios de Maragota", Carlitos "el Aventurero"), los del barrio Chino (los hermanos Yombo, los hermanos Perales). Bueno me parece que esto da para otro capítulo.
En primavera había numerosísimos pájaros, llenaban los árboles. Por la tarde cuando anochecía, sobre todo los gorriones, se juntaban a dormir y montaban un jaleo enorme. Cuando la noche se cerraba se callaban, entonces nosotros tirábamos piedras, los pájaros se asustaban y empezaba de nuevo el jolgorio.
Era como un jardín botánico. Los plátanos los más numerosos, los cipreses los más altos. Los más perfumados eran unos, que como frutos daban unas bayas negras, que usábamos de proyectiles para los tutelos (cerbatanas). Yo creo que eran Ficus. En la zona del Garaje algunas especies de plantas, tenían un cartelito con el nombre pulcramente grabado en un letrero con letras de porcelana azul marino, con su nombre en latín. Lo sujetaba un palo de color azul pastel.
La Alameda en realidad escondía un secreto, en su interior, era un gran depósito, tenía la barriga llena de agua. Los bancos donde nos sentábamos eran las tapas, el registro por donde los operarios de Massó, accedían a su interior. Las tapas eran de zinc, y sí que quemaban cuando el sol calentaba. Cuando jugábamos a la pita alturiña, eran nuestro seguro. En los partidos de fútbol unas veces eran como un rival, otras, nuestra más férrea defensa. Paco Cuevas, siempre estaba sentado en ellas, como estaba un poco gordo, no aguantaba el ritmo de los partidos. La parte que daba a mi casa, nos servía como pista de tenis. Las primeras raquetas, quiero recordar que las trajo José, el tío de Estrella y Finita de U.S.A. ¡Qué modernidad, eso del tenis! Al año siguiente los Reyes nos surtieron a todos de raquetas.
Aprovechando los corchos de las redes de
pescar que quedaban en los muelles o llegaban flotando a las playas, hacíamos
unos carros de carreras. Con dos corchos uniéndolos con un palo como eje
hacíamos las ruedas, luego rebajábamos ese eje en la parte central y ahí
insertábamos la caña que nos servía de palo guía para conducir. Con estos
carros echábamos a correr con el palo guía sobre el hombro, por la Alameda y
por las carreteras.
Fabricando
juguetes
Los niños de aquella época fabricábamos
juguetes para nuestro entretenimiento. Para jugar a las chapas las personalizábamos
rellenándolas de mondas de naranja, hacíamos arcos y flechas para disparar a
todo tipo de árbol y de animal, y hacíamos pistolas de madera para jugar a los
vaqueros o a los policías. No era muy habitual que hiciéramos espadas de
madera. Yo hacía cuchillos de madera pequeños y también llegué a fabricar una
ballesta. En el muelle cogíamos corchos de aislamiento y fabricábamos veleros
con los que hacer regatas, perdiéndose muchos entre las rocas o en la ría.
También hacíamos tirabolas con los neumáticos de los coches, un cuero de un
zapato y una gaya de una rama. Otro de los juguetes que fabricábamos eran los
tutelos con las cañas indias, contábamos como proyectiles con unas bolitas que
daban las enredaderas que había en los jardines. Para la pesca hacíamos
nuestras cañas con anillas y todo, y para los ganapanes usábamos aros de
calderos y restos de redes de los barcos o de la fábrica de Massó. Cuando
empezamos a patinar Fernando y yo nos hicimos unos palos de hockey para jugar a
ese juego. Y un día que nevó en Cangas, fuimos a San Roque a deslizarnos con
tablas improvisadas como trineos. Había imaginación, ¿no?
Barcos de corcho
En el Carro y la playa aledaña se solían
acumular restos de la Fábrica que llegaban flotando. Recuerdo que la parte
inferior del Carro, con marea baja, tenía una cantidad grande de algas
filamentosas y por eso, en la parte superior, con marea alta, se debían de ir
acumulando estos restos. Había unos corchos alquitranados que debían de
proceder de algún tipo de aislamiento térmico de barcos o de la propia Fábrica,
y que pronto les buscamos utilidad para nuestros juegos infantiles: hacer
improvisados barcos con quilla, timón y vela, para hacer carreras con el
viento. Los echábamos desde el muelle y, según el viento, se iban para la playa
o para la ría, con la consiguiente pérdida en este último caso. Lo malo eran
aquellas algas filamentosas que en las escaleras del muelle eran verdaderas pistas
de patinar y más de una vez me caí, incluso al mar. Llegué a soñar con ser
constructor de barcos, reforzada esta ilusión por la gran tradición de
astilleros de la ría, pero también varé estos sueños en la playa o se me
perdieron en el fondo de la ría porque mis derroteros fueron por otros lados.
Lo mío no era hacer realidad los sueños, a lo más, soñarlos.
Cohetes con
cerillas y otros peligros
En una época se nos dio por hacer cohetes con
cerillas, usando aquellas cerillas que tenían rabo de papel encerado y que se
podían retorcer. Con ayuda de papel de "plata" hacíamos los cohetes
con una, dos o tres cerillas, le plantábamos fuego y salían disparados.
Inventiva teníamos aunque a veces mal encaminada como la vez que se me ocurrió
meter un cable en el enchufe de la luz unido a una pila, el resultado fue que
fundí los plomos de casa. ¡Muchos calambrazos llevé de aquellos 125 voltios en
los interruptores de la luz de cerámica que estaban descascarillados! También
recuerdo que los barcos que estaban en el carro tenían electricidad, supongo
que para que no se subiese nadie a ellos cuando no trabajaban, pero a nosotros
nos daban corriente. Además en el Carro había unas piedras blancas que
provenían, como un producto residual, de la soldadura de barcos, que nosotros
lanzábamos al mar porque al contacto con el agua reaccionaban violentamente.
Los niños las llamaban carburo.
Capítulo V
El barrio de
Salgueirón
Las casas de Salgueirón
pertenecientes a la empresa estaban alrededor de la Fábrica, unas más cerca y
otras más lejos, con un estilo de construcción similar pero también con
diferencias notables. Al final de los cincuenta ya estaban todas acabadas y
habitadas. Por lo general eran dos viviendas adosadas de planta baja y piso, al
menos las que estaban en el entorno de la Alameda. Tenían una finca que cumplía
un papel crucial en la alimentación y economía familiar. Las que estaban en la Carretera
Nueva también eran adosadas con huerta pero de planta baja al igual que algunas
de la Carretera de Arriba. La casa de los Pizcueta era diferente y estaba en el
comienzo de la Carretera de Abajo. Camino del Hotel, en la Carretera de Arriba
también había un grupo de casas de planta baja pero todas ellas adosadas,
serían unas seis casas. Había una casa en esa carretera, enfrente a estas
últimas, que era única, no tenía ninguna adosada. Cerca de la Chimenea y del Garaje
estaban inicialmente las Cuadras, se usaban vacas para arrastre de materiales,
posiblemente redes, pero estos locales en estos años ya eran viviendas normales
de trabajadores. En la parte de abajo, enfrente del mar estaba lo que se
llamaba Lavapiés, un grupo de casas apareadas de cuatro viviendas cada una, y
luego, en la zona de la Ballenera estaba un grupo de casas pequeñas, todas
adosadas, de menos espacio, que constituían el llamado Barrio Chino. Luego
había casas singulares como las que estaban enfrente del Hotel y las de la
Carretera de Arriba donde vivía David Pazos, el constructor de la Fábrica y las
casas de su entorno, que no pertenecían al complejo de la misma pero estaban en
los límites.
Las de dos pisos tenían los suelos
de madera, una cocina, salón, comedor y una despensa, en la planta baja y, tres
habitaciones y un baño en la alta. La instalación eléctrica tenía los cables al
aire con los interruptores de cerámica que por alguna razón se descascarillaban
y dejaban tornillos al aire que acababan dando calambrazos. Había agua
corriente que procedía de un depósito que estaba cerca del aserradero de Luis
Hernández. En la parte alta de la zona.
En invierno eran frecuentes los
apagones, la línea eléctrica sufría las consecuencias de los temporales y se
iba la luz por unos instantes o, en el peor de los casos, por horas. Teníamos
preparadas velas que se usaban para poder hacer la cena o simplemente poder ir
a la cama. Las velas eran un elemento cotidiano para tal fin, y los niños
jugábamos con los gotones de cera que escurrían vela abajo. También tenían
mucho atractivo las sombras que se proyectaban en las paredes, oscilando con
las perturbaciones de la llama cuando hacía una pequeña corriente de aire. Las
velas procedían generalmente de las procesiones, después de su cometido ritual
pasaban a su papel doméstico, acabando su vida útil cuando se rompían en mil
pedazos o se consumían. Se ponían de pie en un platillo derritiendo unas gotas
que se vertían en el centro y servían para pegar la vela al plato y mantenerla
vertical. Con el tiempo amarilleaban y acababan tiradas en algún cajón de la alacena
o del aparador como resto del invierno pasado para lo que pudiera venir.
Don Francisco Lariño era el
párroco de Darbo y al llegar la Pascua los vecinos de Salgueirón lo llamaban
para bendecir las casas. Se le daba una limosna (que podía ser en especies como
una docena de huevos o lo que buenamente se podía) lo que el bueno del cura
agradecía con una frase amable o con una broma. Decían que los monaguillos que
lo acompañaban daban buena cuenta de lo que recogían.
Algunas veces venían los pintores
de la Fábrica y pintaban las casas por dentro y por fuera. Arreglaban
desperfectos o ponían algo nuevo. La primera vez que se vio el cemento en
Salgueirón fue cuando en una de aquellas ocasiones vinieron a construir los
pilones de atrás. Usaban aquellos polvos grises que mezclaban con arena y agua
y con aquella pasta moldeaban el lavadero. Comentaban que aquello era una
novedad que venía para quedarse.
Emigrantes
Salgueirón era un barrio muy visitado, estaban
los que venían a ver la Fábrica y luego iban a comer a Simón, los que lo
cruzaban los domingos para ir a ver el partido del Alondras, los
que repartían cosas de diario como pan o leche, los afiladores que
venían a poner parches a las potas y afilar cuchillos, incluso aparecían
parientes que venían de América. Una vez aparecieron unos parientes americanos
de Encarna y Mateo, y, otra vez, también vinieron unos primos de mi padre
de Puerto Rico. También Estrella y Fina habían recibido la visita de un
pariente de allá, si no recuerdo mal. Como les ocurría a todos los gallegos la
generación de nuestros padres tenía vínculos con los que habían
emigrado al otro lado del charco. Otro tipo de emigración fue la europea, los
que se fueron a Alemania, Holanda, Francia y Suiza, entre otros países. Esta
afectó a las nuevas generaciones, y en este caso, por la distancia a esos
países, pronto empezaron a retornar creándose barrios enteros con esas
familias, como fue el caso del barrio de Rotterdan que se hizo por encima de la
Caina. Que recuerde, de Salgueirón, un tío de Fernando estuvo por
allá, también José, el hermano de Quino, estuvo en Francia.
Viviendas del hotel:
A. Bajo:
1. Antonio Broullón y Carmen (Carballeira)
- Pili
- José Antonio
B. 1º piso:
1. Adolfo y Agustina
- Pepita
- Manolito
- Elena
- Javier
- Manolita
C. 2º piso:
1. Fina y Ángel (Tuto)
- Ester
- Jose
- Miguel
- Salvador
- Loli
- Lorenzo
- Mónica
- Carlos
- Moisés
2. Pepé y Bernarda (A Portela)
- Finita
- Victoria
- Puri
3. Cosme y Lola
- Encarna
- Toño ( Barrabí)
D. Ala izquierda:
1. Juan (el veterinario) y Berta
- Juan
- Mari Berta
- Rubén
- Fabiola
- María del Mar
- Andrés
E. Ala derecha:
1. Juan (Xoaneiro) y Gustavina
- José Luis
- Juan
- Juana
- Virginia
Viviendas de la carretera:
1. Rogelio y Fina
- Montse
- Quelo
2. José (Joseíllo) y Gloria
- Glorieta
- Mari
3. Guillermo y Ramona:
- Finita
- Chichí
- Guillermo (Manzanilla)
4. Luciano y Pilar
- Luciano
- Pili
5. Jaime Delia
- Pepe
6. Benigno Cuevas y Carmen
- Benigno
- Paco
Otras:
1. Don Paco y Lupe
- Rosita
- Paco
- Carlos (Parrocha)
2. Valentín y Alzira
- Mari Loli
3. Ismael y Lola
4. Señora Lola
- Sagrario
5. Herminio y Sra Manuela
- Fina
- Rosi
6. Carlos Palacios y Jesusa
- Carlos
- Alberto
- Fina
- Susi
A. Bajo:
1. Antonio Broullón y Carmen (Carballeira)
- Pili
- José Antonio
B. 1º piso:
1. Adolfo y Agustina
- Pepita
- Manolito
- Elena
- Javier
- Manolita
C. 2º piso:
1. Fina y Ángel (Tuto)
- Ester
- Jose
- Miguel
- Salvador
- Loli
- Lorenzo
- Mónica
- Carlos
- Moisés
2. Pepé y Bernarda (A Portela)
- Finita
- Victoria
- Puri
3. Cosme y Lola
- Encarna
- Toño ( Barrabí)
D. Ala izquierda:
1. Juan (el veterinario) y Berta
- Juan
- Mari Berta
- Rubén
- Fabiola
- María del Mar
- Andrés
E. Ala derecha:
1. Juan (Xoaneiro) y Gustavina
- José Luis
- Juan
- Juana
- Virginia
Viviendas de la carretera:
1. Rogelio y Fina
- Montse
- Quelo
2. José (Joseíllo) y Gloria
- Glorieta
- Mari
3. Guillermo y Ramona:
- Finita
- Chichí
- Guillermo (Manzanilla)
4. Luciano y Pilar
- Luciano
- Pili
5. Jaime Delia
- Pepe
6. Benigno Cuevas y Carmen
- Benigno
- Paco
Otras:
1. Don Paco y Lupe
- Rosita
- Paco
- Carlos (Parrocha)
2. Valentín y Alzira
- Mari Loli
3. Ismael y Lola
4. Señora Lola
- Sagrario
5. Herminio y Sra Manuela
- Fina
- Rosi
6. Carlos Palacios y Jesusa
- Carlos
- Alberto
- Fina
- Susi
La Calle de Arriba era inicialmente el
camino que yo tenía que recorrer para ir a la tienda de la Sra. Francisca, que
tenía al lado el secadero de pulpo con aquellas moscas alrededor que hacían
pensar en la salud de los que iban a comer aquel pulpo. La Calle de Arriba era
también mi camino a la Escuela y por ella volvía por las tardes con el trozo de
queso en la mano corriendo a casa para coger un trozo de pan y comérmelo. Lo
que me quedó grabado de aquella carretera eran los grandes surcos que se hacían
en invierno por causa de las lluvias intensas (quedaba esculpida la carretera)
y que sorteábamos los niños camino de clase. Delante de la Escuela, que era la
Calle de Arriba, jugábamos en los recreos al pañuelo y a otros juegos. La Calle
de Arriba pasó a ser lugar de encuentro cuando hicimos pandilla, era donde
estaba del garaje de Pancho, donde escuchábamos con aquel tocadiscos los
singles de los Brincos, Mustang, Fórmula V,... También, era donde nos reuníamos
en las entradas de las casas, como solíamos hacerlo en la de Fina y Estrella,
en la de Merche o en la de Pili. Con el tiempo también se convirtió en la
salida para San Roque, Darbo o Hío. Cuando pienso en ella me sitúo en las
escaleras con descansillos que bajaban desde esa carretera hasta la Alameda y
que yo bajaba saltando de dos en dos o de tres en tres. Curiosamente a veces
sueño que me escondo detrás de los troncos de los primeros árboles que había al
bajar.
NOTA: La lluvia siempre me ha llamado la atención y máxime cuando la veía arreciar contra los cristales. Por un lado tenía la sensación de asombro por el espectáculo de la naturaleza descargando lluvia con aquella furia y por otro constataba la intensidad del temporal en las huellas que dejaba en la Calle de Arriba. Luego venía el consiguiente esfuerzo de los hombres para volver a rellenar los desperfectos. Para mí la lluvia se asemeja a las palabras que van cayendo y sonando en nuestro interior y que van disolviendo lo innecesario.
La
"calle" de arriba era la de "el ramal". A un lado estaba mi
casa donde vivían mis padres, mi hermana y yo. En esa casa vivían también mis
abuelos, la Sra. Carmen y el Sr. Benito que trabajaba en telégrafos y a menudo
andaba por ahí con sus herramientas para subir a los postes a arreglar las
averías. Cuando no había averías repartía telegramas. También vivía en ella, en
un principio, Chelito, que dormía en el suelo sobre un colchón pero la casa
estaba siempre llena de pulgas que ella traía. Recuerdo el olor del ZZ que
utilizaba mi madre intentando deshacerse de ellas. Al final, decidieron decirle
que no podía quedarse a dormir. Entonces venía temprano por la mañana con su
botella de vino que compraba en la de "Antonio" y se iba después de
cenar a casa de su hermana en Cangas... pero Chelito merece otro capítulo
aparte.
Casa de Pancho: Estrella y Fina |
Después estaba la casa de Merche y un poco más abajo la de Prieto. Al otro lado estaban: en primer lugar la de Marisa "Rama", luego la de Valentín y Alcira con su hija Mari Loli (Valentín tenía un ojo de cristal). La siguiente era la casa de Lola la del Pico y su marido. Esta mujer no tenía hijos y en las vacaciones de verano nuestras madres nos mandaban a ella para que nos enseñase a coser. Su frase más famosa era: "costurera sin dedal, cose poco y cose mal".
Casa de Fernando al fondo: Miguel Ángel, Merche y José María |
La casa siguiente era de Sra. Lola la de Torres. Vivía con su hija Sagrario que era coja (habían tenido que cortarle la pierna por un golpe que se le infectó). Era la telefonista de Massó. Cuando se casó con el jefe de correos de Ribadavia y se fue a vivir para allá, solían volver a Salgueirón todos los veranos. El jefe de correos tenía cinco hijos: Blanca, José, Juan y las gemelas Pili y Chelo, y fueron una buena adición al grupo. Blanca era mayor y tenía otras amistades, pero José, Juan y las gemelas pertenecían a nuestro grupo. Juan era asmático y el médico le había dicho que le vendrían bien los aires del mar.
La última casa de la fila esa, era la de Manolo (el portero de Massó), su mujer Carmiña y sus hijos, Pili y Lito.
La
playa de Areamilla era de todas las que había en la zona la que se podía
considerar como tal. Tenía unas dimensiones reducidas pero lo suficientemente
amplias como para tener un sistema dunar. Las demás eran pequeñas playas
limitadas por las construcciones que se habían realizado en Massó. La del Carro
o llamada también playa de Massó tenía la carretera encima, la de la Conchiña
(hecha a base de las conchas de berberechos) estaba entre la carretera y el
dique, la de la Congorza tenía un muelle y el Matadero al lado, y la del Medio
quedaba delante de la laguna. Nos bañábamos en todas pero la que daba más
sensación de playa, como dije antes, era Areamilla.
A estas playas solíamos ir de mañana aunque también se podía ir de tarde o bien en las dos sesiones. Preferíamos las mareas altas a no ser que quisiéramos explorar las pozas y rocas en busca de camarones o caramujos. Conocíamos todos los rincones y sobre todo dónde mejor se podía bañar uno con cualquier tipo de marea. En Areamilla, con marea baja, existía el peligro de pisar una faneca brava con el consiguiente dolor.
Las playas las íbamos visitando con más frecuencia en función de las edades, cuantos más años teníamos más lejos nos desplazábamos. En mi caso aprendí a nadar en la de Massó, a tirarme de cabeza y a bucear en el Carro, al lado de esta playa, y conseguí nadar a kroll o libre en la de Areamilla.
Acabo de ver el anuncio en Faro de Vigo de
la muerte de uno de los componentes de Nuevas Amistades. El grupo, que destacó
en los años 70, lo teníamos cerca de la pandilla de Massó. Lo digo porque eran
la generación que iba delante de nosotros, algunos trabajaban en Massó y los
veíamos a diario, y las chicas vivían por San Roque. Carmina acabó siendo novia
de José María, y recuerdo verlos a menudo por Salgueirón.
Viendo carátulas de los discos compruebo que hubo variaciones en los
chicos, y creo que con el que más relación tuvimos fue con Eberto de Tirán. Es
un recuerdo grato para los que vivimos aquella época porque había sido una
sorpresa tener un grupo musical tan cerca con una fama bien ganada.
Estuve en Cangas estos días y me encontré
con gente que vivía en Salgueirón en los años 60. Estuve con Quino el hermano
de José, con Gloria la hija de Rafaela, con José Antonio Perales, con Pepe el
de Balea (me hablaba de Don Armindo), aparte de la gente de la pandilla, y
saludé de lejos a algún otro más (Mauro, Guillermo,..). Hay una nostalgia en
todos nosotros de aquellos años, en parte por aquello de que los recuerdos
siempre son positivos pero también hay una experiencia grata de la vida en
aquel entorno.
Colección
de fotos de carné
Supongo que a todos nosotros en algún
momento se nos ocurrió coleccionar algo. No recuerdo exactamente cuándo fue mi
momento pero empecé a pedir fotos de carné a gente de mi entorno. Hoy todavía
las guardo en una cajita de cartón, son más de cincuenta. De todas ellas, sólo
seis son de la pandilla de Salgueirón. Es curioso que a pesar de ser unas
simples fotos, me traigan recuerdos cada una de ellas:
Estrella, Marisa, Pacucho, Pili, Tana y Fina |
- La de Pacucho, recuerdo que se la pedí en la alameda de Cangas. Estudiaba en Vigo, acababa de hacérsela y me costó bastante obtenerla porque insistía en que la necesitaba. Creo que no me la dio, sino que se la cogí.
- En cuanto a la de Fina, me acuerdo perfectamente del jersey que lleva puesto, porque me gustaba muchísimo.
-
La de Pili, me trae a la memoria el uniforme horrible que llevábamos el último
curso en el colegio. Verla con esta ropa me viene a la memoria lo traste que
era y lo mucho que hizo “arar” a las monjas.
- También de uniforme hicimos la foto
Estrella y yo. Es quizá la prenda de ropa que va más unida a nuestra infancia
ya que nos pasábamos la mayor parte del año con ella. Era especialmente
incómodo el cuello de plástico, que se nos rompía con mucha facilidad.
- En cuanto a Tana, me viene a la memoria
su mirada y su inconfundible inclinación de cabeza. Todo un estilo.
Mateo era el abuelo de Fernando y vivía al
lado de nuestra casa. Lo recuerdo cuando iba a trabajar a la Fábrica con su
mono azul y cuando llamaba al Roll y se lo llevaba con él a tomar chiquitas.
Curiosamente me ha quedado en la memoria una cosa que me contó un día, me habló
de un sistema para limpiar las latas a base de arena a presión, y creo que me
lo decía como una mejora en el proceso que empleaban en la Fábrica. Para mí
aquello me parecía una contradicción pero a la vez entendía que la velocidad de
la arena permitía que no quedasen las latas ensuciadas de arena. Era una buena
idea.
De Chelito recuerdo la cantidad de faldas
que traía encima, que le hacían una figura voluminosa, y que siempre acompañaba
a doña Carmen, la abuela de Estrella y Fina, a la misa de Cangas. Contaban de
ella una anécdota, tal vez distorsionada, y era que una vez fue a comprar un
helado y lo pidió de tres "disgustos" en lugar de tres gustos. La
dependienta la quiso corregir ante lo cual Chelito se "disgustó" mucho
y le replicó algo así como: ¡Ahora resulta que no sé pedir un helado!
Chelito es uno de mis personajes de la
infancia. Como ya dijo Estrella, vivía (yo creo que gracias a la generosidad de
Pancho y Filo) en su casa y yo la veía pasar todos los días con sus múltiples
horquillas en el pelo (nunca vi tantas en tan poco pelo) porque lo mismo que
las faldas, enaguas y todo tipo de ropa las superponía una sobre otra. Para los
que no la llegasteis a conocer, os diré que tenía una minusvalía pero
acompañada de una buena dosis de dignidad, ya que era la encargada de los
recados del barrio por los que cada vecino le daba una buena propina, y esto me
imagino le aliviaba un poco su situación. Chelito traía el hielo para las
neveras (iba a buscarlo a la Fábrica de Massó), el serrín de la sierra de
Hernández, algún paquete pequeño de Cangas, ..........
La tienda de la
señora Francisca
La señora Francisca es uno de los
personajes más antiguos que recuerdo, detrás de su mostrador nos vendía los
productos que no podíamos comprar en el economato de la Fábrica. Tengo la
imagen de una señora enlutada que hacía los cartuchos de maíz o harina (había
que llevar el papel), pesaba y cobraba. Era la de Romay, la única
tienda que había cerca de Salgueirón, con su secadero de pulpo al lado con
aquel olor penetrante. Cuando empezaron los supermercados, como el de Mucha en
la Caína, se acabó la tienda, no podía competir con la variedad que tenían
estos nuevos establecimientos.
Un carro de
bueyes por Salgueirón
En Salgueirón había un sitio que se
llamaba "la Cuadra", que estaba detrás del Garaje, en el que había
unas viviendas y, presumiblemente, habría una cuadra con bueyes y carro. Tenían
los palleiros hechos con los restos de los maizales. Recuerdo a dos de los
niños que vivían allí --uno era pelirrojo--, más mayores que nosotros, uno de
los cuales decían que cuando estaba en la mili había participado de extra en la
película "55 días en Pekín". Por otra parte, lo que si recuerdo es a
un señor delgado y alto, con su boina y zuecos de cuero, que venía a menudo
desde fuera a la Ballenera a coger estiércol de ballena para echar en los campos
--recientemente vi una foto suya en uno de los libros de A Cepa. Como era un
material blando iba dejando un reguero por toda la Carretera de Abajo, con el
consiguiente olor y peligro de pisarlo, además de los restos naturales de los
animales. El Roll se rebozaba en aquellos restos de estiércol y luego había que
bañarlo. Era característico el cantar de aquellas ruedas cuando el carro venía
cargado, "ardíalle o eixo na... carretera de abaixo".
José el
jardinero
José era el jardinero de Massó, le
acompañaba una mujer (no me acuerdo de su nombre) que era su ayudante, y andaba
arreglando mirtos y setos por todo Salgueirón. José era andaluz y vivía en una
de las casas que daban a la carretera general. La Fábrica tenía unos jardines a
su alrededor, con especies foráneas, que estaban muy bien cuidados por estas
personas. Los niños jugábamos al futbol en la Alameda y éramos un peligro para
aquellos jardines, sin embargo nunca nos llamaron la atención más de lo debido.
Pegado a mi casa y a la de Rafaela, en la Alameda, había unos rosales de los
que recuerdo la perilla que quedaba cuando se caían los pétalos. Por aquel entonces
alguien me había dicho que los rosales y las manzanas eran de la misma familia,
lo cual no me extrañaba viendo aquellos cálices fecundados. Cuando José se fue
ya no vino otro jardinero, que yo recuerde, aunque los jardines fueron
subsistiendo con un mínimo mantenimiento.
El día que
atropellaron al Roll
Alguien me avisó de que el Roll estaba
tirado en la cuneta porque un coche lo había atropellado, tal vez fuera
Carmiña, la tía de Fernando, quien me diera la noticia. Instintivamente fui a
buscarlo, dudando de si me lo encontraría en buen estado, cogí carretera arriba
y llegué a la principal y, efectivamente, allí me lo encontré tirado en la
cuneta, alguien lo había arrimado para que no lo espachurraran más. Ya decía yo
que aquella manía de correr detrás de los coches que había adquirido no
presagiaba nada bueno --pensé. Lo cogí y me lo traje en el colo hasta mi casa.
Por el trayecto estaba todo tieso, no daba señales de que se pudiese recuperar,
lo notaba extrañamente quieto y me temía lo peor. Llegué al pie de las
escaleras que subían a mi casa con el perro en brazos cuando, de repente, el
Roll se movió y dando un salto alegre se me escapó de los brazos y se puso a
caminar como si tal cosa. Estaba vivito y coleando, nunca mejor dicho.
Perros y gatos
De
pequeño recuerdo que había un gato en mi casa que se llamaba el Mikey que se
murió al poco tiempo de viejo, después vino el Roll. Los gatos, en general,
andaban libres de dueño por las huertas. Además del Roll había otros perros en
la zona, la Laika era una perra que me parece que era de Adolfo el de la Cantina
(tengo una vaga idea) y debía de
ser la madre del Roll. Carlos, que era
cazador, tuvo dos perros pointers, el Willbe y anteriormente una perra de
cuyo nombre no me acuerdo. La perra una vez tuvo cachorros y los enterraron, la
forma de deshacerse de camadas de perros y gatos era ésta o tirándolos en sacos
al mar. El Willbe aullaba cuando sonaba la sirena de Massó por las mañanas, tal
era la coordinación entre can y sirena que cuando empezó lo del cambio horario
el perro ladraba por la hora antigua y la sirena tocaba una hora después. El
Practicante tenía un perro lobo, el Sider, que se lanzaba contra la alambrada
ladrando cuando alguien pasaba por delante de su casa y uno, con el susto en el
cuerpo, se quedaba pensando que pasaría si algún día cedía aquella malla. El
boxeador (¿?) también era cazador y tenía perros. Por la casa de Pazos creo
recordar que también había perros que estaban encerrados, al menos en casa del
portugués había uno, si no me falla la memoria.
Dibujo del Roll |
Capítulo VI
Vida doméstica
Las huertas servían para tener
árboles frutales, plantaciones de hortalizas, patatas, verduras, etc, animales
domésticos como gallinas y conejos, además de lavaderos de ropa y
tendales. En los años cincuenta y
principios de los sesenta, los inviernos eran crudos con heladas que dejaban las
huertas y los charcos helados y la ropa tendida tiesa. Los veranos eran
bastante calurosos, empezaban en junio y se prolongaban hasta septiembre. En esta
estación había abundante fruta en las huertas, generalmente pesegueiros
abrideiros y duraznos. También había higueras, manzanos, ciruelos y perales. La
gente hacía injertos en los frutales para mejorar los productos. En general
había fruta todo el verano.
El gallinero era la despensa de
la casa, por los huevos y por la carne de las gallinas. Había gallinas y gallos
todo el año, para ello había que reponer haciendo criar en primavera una nueva
camada de pollitos. Las gallinas se ponían "cluecas" y los huevos ya
eran entonces para incubar. Se ponían aparte para que estuvieran calentando los
huevos unos veinte días, si no recuerdo mal, y poco a poco iban rompiéndose los
cascarones apareciendo lo pollitos. La madre los llevaba por la huerta picando
aquí y allá, como una retahíla de cositas amarillas que la seguían por todos
lados, y el problema eran las pegas que venían a robarlos y comérselos. El caso
es que se criaba otra generación para el invierno siguiente. Se comían los
pollos, dejando algún gallo, y las gallinas eran para poner huevos, porque además
la gallina acababa siendo algo más dura. El gallinero era también el lugar de
reciclaje, donde los restos comestibles de la comida diaria podían usarse para
alimentar a las gallinas, sobre todo restos de fruta y verdura. Y viceversa, el
estiércol del gallinero se podía usar como abono para lo que se plantara en la
huerta. Rafaela, la esposa de Carlos Ocaña, operaba a las gallinas cuando se
atragantaban con algo, les abría el buche con unas tijeras y, después de
vaciarlo, se lo volvía a coser con hilo y aguja. En general se mataban las gallinas
doblándole el cuello y cortándoselo con un cuchillo, después las echaban en un
barreño de agua caliente y las desplumaban. Se preparaban guisadas o en cocido,
se le comían las mollejas, los hígados, el corazón y las patas, aparte de lo
demás. Había gente que decía que la parte más exquisita era el culo (la cola) y
otros preferían el cuello. Los huevos se comían de todas formas, pasados,
cocidos, fritos o en tortilla. Se usaban para montar claras con las que se hacían
bizcochos esponjosos. Se tomaban las yemas con azúcar. Lo dicho, la despensa de
casa.
En las escaleras de las entradas
de las casas se hacía mucha vida, las tardes soleadas invitaban a sentarse un
rato al sol recostados sobre los escalones y allí permanecer mientras tanto. En
el tejadillo de las puertas, en primavera, solían anidar los gorriones y era un
entrar y salir de los padres que entretenían el rato. Los pasamanos laterales
también servían para sentarse y el bordillo de las casas se convertía en un
reto para conseguir bordearlas sin caerse, agarrándose en los salientes de las
esquina y en las ventanas.
El patio de entrada
Todas nuestras viviendas tenían algo en
común: un balcón o patio en su entrada. Esto nos proporcionaba un sitio ideal
para reunirnos. En él pasábamos bastante tiempo, unas veces decidiendo lo que
íbamos a hacer o simplemente descansar a la vuelta de algún sitio.
De todos ellos tengo alguna imagen
grabada:
- De la entrada de Pili Valladares tengo el recuerdo
de estar comiendo caramujos y también camarones que cogíamos en la playa y que
Carmiña nos cocía después.
- De la casa de Estrella y Fina me viene la imagen de
las clases que Filo daba a las chicas cuando salían de trabajar en la Fábrica.
Parece que la estoy escuchando cuando les dictaba y les pronunciaba la “v”
fricativa para distinguirla de la “b” oclusiva. Es digna de mención esta
vocación altruista en favor de la cultura.
- De la casa de Merche recuerdo las horas de sobremesa
sentados al sol en las escaleras con Sabino, Dosia (así la llamé siempre),
Migue (como le llamaban en casa) y José María; pero sobre todo, la imagen del
jardín de Cinias, todas parecidas y diferentes a la vez. Muchas veces
buscábamos la más bonita, algo complicado dada la cantidad y variedad.
- Recuerdo pasar tardes enteras sentada en las
escaleras de señora Lola cuando venían los de Ribadavia con todas sus
novedades.
La
parrilla
Ahora se ha puesto de moda en muchos
sitios la barbacoa, pero hay que decir que antes en cada casa había una humilde
parrilla que servía para poner unas sardinas o unos jureles a la brasa. La
parrilla eran cuatro alambres que se pasaban arrinconados todo el invierno, que
se sacaba cuando empezaba el buen tiempo y la temporada de estos pescados. Se
ponían cuatro piedras en el suelo, o en un murito, se hacía una pequeña hoguera
con los restos de la poda de los frutales que había por la huerta y en un
instante había unas brasas para asar. Se decía que los sarmientos de la vid
eran los mejores para hacer brasas, pero no había vides en todas las huertas,
aunque recuerdo haber ido a buscar sarmientos para tal ocasión. Con el paso del
tiempo se empezó a hablar de las sardinas del xeito y de la ardora, según la
forma de pescar, pero por aquel entonces no había tal distinción. Un trozo de
pan a modo de cama y la sardina o el jurel encima, comiendo con los
dedos, era el sencillo y rico resultado de tan simple experiencia culinaria.
LIMPIEZA.- Nuestras casas olían a lejía,
producto muy común para fregar los suelos de baldosas (con cepillo y de
rodillas). Para lavar la ropa se utilizaba el jabón LAGARTO y cuando se
empezaron a usar los detergentes en polvo, las marcas que recuerdo eran: OMO,
ESE…
Para la limpieza de los muebles no me consta que se utilizara ningún producto que los abrillantaba; y para quitar el hollín de la cocina de hierro se usaba el PEDRA MOL (piedra blanda para fregar).
MOBILIARIO.- En nuestras casas había un único televisor (en blanco y negro) que emitía la programación a partir del mediodía con la Carta de Ajuste. La marca del de mi casa era TELEFUNKEN.
Dormíamos en colchones de lana, hasta que llegaron los primeros PIKOLÍN y nos abrigábamos con unas mantas finas que llamábamos cobertores. No existían los modernos somieres, sino los metálicos que muy pronto perdían la horizontalidad. En la cabecera de la cama colgaba un interruptor que llamábamos “pera” por su forma. En mi casa, como en otras muchas, había lo que llamábamos “cama turca” (plegable y cubierta por una cortina estampada) que se utilizaba en caso de tener una visita.
Único era también el teléfono, colgado en la pared o sobre el mueble de entrada. Para poder hablar había que llamar a una centralita y darle el número (de dos o tres cifras) con el que queríamos comunicar.
ALIMENTACIÓN.- Recuerdo con cierta añoranza algunos productos y marcas que dejaron huella en nuestra infancia como el chocolate DOLCA y las galletas CUÉTARA. La leche la traía a casa la lechera en unos recipientes de lata, directamente de la vaca, sin tratamiento alguno. Al hervirla y enfriar, quedaba una capa de nata gruesa que con frecuencia la extendíamos en el pan espolvoreada con azúcar (era una de mis meriendas preferidas).
Una bebida común en nuestras casas era la gaseosa (FEIJÓO), que un camión traía por caja (de madera) todas las semanas.
GOLOSINAS.- Los chicles eran de la marca BAZOKA y las pipas FACUNDO. Los helados eran cortes (de nata, vainilla, fresa o chocolate) o polos de hielo (con sabor a limón o fresa).
ÁLBUMES.- Coleccionar cromos era una de nuestras distracciones favoritas. Recuerdo una de animales, otra de deportes y alguna relacionada con series de televisión como “Viaje al fondo del mar”. Poníamos mucho interés en terminar la colección aunque siempre había algún cromo (el escasito) que nunca aparecía. Cuando el pegamento IMEDIO se acababa, los pegábamos con una pasta hecha de harina y agua, e incluso lo intentábamos con monda de patata, aunque el resultado no era siempre el deseado.
El pan lo traían todos los días de la de
Rosa desde Cangas a Salgueirón. Aparecían en una furgoneta que pitaba para
avisar de su llegada, -solían traerlo las hijas de Rosa, Rosita y Lolita-, se
cogía la bolsa de pan y se iba a buscar en la breve parada. En otra bolsa se
acumulaba el pan duro que luego se echaba a las gallinas, era una forma de
reciclaje de la comida, dicho sea de paso. Las gallinas recibían los desechos
orgánicos para volver a recuperar la comida a falta de cerdos. Se compraban
barras de pan pero recuerdo que por aquel entonces había el pan bombón, unos
bollos muy esponjosos y con un sabor especial, parecidos a lo que son las
medias noches hoy en día, aunque curiosamente no volví a encontrar ese pan en
Cangas.
Estuve
en Galicia este mes de Marzo, hacía años que no coincidía con este mes, y volví
a recordar el brotar de los árboles. Delante de la ventana de mi habitación
había un pesegueiro abrideiro, y en estas fechas empezaban a salirle los brotes
de las flores de los nuevos frutos. Con el paso de los días veía aparecer las
hojas, los pequeños pésegos, hasta que finalmente, por el mes de julio,
observaba ya los frutos que empezaban a madurar. Algún año llegué a coger algún
pésego desde la propia ventana. Los pésegueiros abrideiros y duraznos daban
muchos frutos, con mucha agua, lo que resulta sorprendente es que quedasen en
segundo término ante melocotones o nectarinas, porque realmente son una fruta
valiosa y, además, los árboles son muy resistentes, valor que se debe de
considerar también en una época en que hay que economizar energía.
El huevo de madera que tenían todas las
cestas de costura era realmente singular. Tenía la forma perfecta de huevo y
era lo que más llamaba la atención, máxime cuando en casa había gallinas --no
me imaginaba a una de aquellas gallinas queriendo incubar tal objeto. Por
supuesto se utilizaba para zurcir calcetines, porque era la cultura del
mantenimiento, las cosas tenían que durar aunque remendadas. También podía
haber palillos de madera para hacer calados, aunque eso era más complejo. Lo
que no faltaban eran agujas de calcetar y de ganchillar, dedales, tijeras,
alfileres, imperdibles, corchetes y toda una colección de agujas de coser,
desde estambreras hasta las más finas. ¡Ah!, y todo tipo de botones de
repuesto.
Puede ser difícil de creer pero en los
años 60, al llegar el buen tiempo, se cogían los colchones de lana, se
descosían, se les sacaba toda la lana, se lavaba la lana y la funda, se secaban
ambas y se volvía a meter la lana dentro y se cosían. Este lavado de colchón duraba
tres días por lo menos. La lana había que desapelmazarla antes de volver a
meterla para que el colchón quedase mullido. Aún no se había inventado el
colchón de muelles, las fábricas de colchones actuales vinieron después.
Recuerdo que solía ser una tarde soleada dando el sol en el salón y todo
aquello desparramado por el suelo dejando pasar la tarde, hablando de todo un
poco.
Aquellas cocinas de hierro había que
fregarlas con estropajo de esparto y pedramol. Lo mismo las sartenes, hasta que
quedaban relucientes. Los restos del limón también actuaban como buenos
desengrasantes, se recurría a productos naturales y a mucha fuerza de brazos.
Los pisos de madera había que fregarlos rodilla en suelo con cepillos de
cerdas, cuanto más duros mejor, y no me extrañó que se inventara la fregona
visto el sacrificio que representaba semejante lavado. No podemos olvidar los
pilones, con frio o calor, restriega que te restriega hasta que quedasen
blancas las sábanas. Recuerdo que la ropa blanca había que ponerla al sol para
que se clarease y en invierno acababa tiesa por congelación. El trabajo de casa
en aquella época era bastante duro, no había las comodidades de hoy en día, y
eran nuestras madres las que cargaban con casi todo.
En
aquella época había unos zapatos, marca Gorila, que tenían fama de ser muy
resistentes, pero había una cosa más interesante que los zapatos, para nosotros
los niños, y era que con cada caja de un par de estos zapatos regalaban una
pelota de goma verde. Esta pelota también era dura y resistente, a la altura de
los zapatos, y nosotros la usábamos para jugar al juego aquel de lanzarnos
pelotazos con aquel proyectil. El caso es que dolía y había que estar a
distancia, necesitábamos toda la Alameda para jugar, lo cual da idea de la
magnitud del lanzamiento. No recuerdo el nombre de aquel juego pero casi
podíamos emular al béisbol con los latigazos que mandábamos, con el brazo a
todo poder.
En casa se hacía jabón para lavar la loza
o la ropa en el pilón. Se usaban cajas de madera del membrillo para cuajar
aquella mezcla de aceites usados y de sosa, la caja le daba la forma
característica de pastilla cuadrada. La operación se hacía con cuidado para no
quemarse con la sosa.
Los primeros recuerdos que tengo de mi
vida van asociados a la higuera que había en la huerta de mi casa. Me parecía
enorme, tenía una rama casi horizontal de la que había colgado un columpio en
el que me pasaba horas balanceándome. Era un mundo interior al que se accedía y
allí quedaba oculto subiendo y bajando por las polas, asomándome por entre las
hojas a otear la huerta y por supuesto, donde me balanceaba, y donde saboreaba
aquellos higos. Los higos se convirtieron en un hecho tan cotidiano que me
parecía asombroso que la gente que venía a mi casa se llevase con tanto
entusiasmo las cestas de higos de aquella interminable higuera. Llegué a poner
un espantapájaros en lo alto de la misma para que no viniesen los pájaros a
picotear, pero nunca funcionaba porque no era suficientemente disuasorio, y,
como dije antes, al final del verano venían bandadas de estorninos y acababan
con lo que quedaba. La lluvia de final de verano también estropeaba los higos y
los abría. Salir al mundo para mí fue salir de dentro de la higuera.
Tal vez ésta sea la metáfora de mi vida. Vivir en el interior, reconocer las estructuras internas por las que deslizarme y subir a saborear en las ramas. Deleitarme balanceándome en esas estructuras. Otear lejos desde esas ramas. Ver llover sobre los frutos como anticipo del final de la estación, como los pájaros aprovechar la cosecha y volver a renacer cada primavera.
De pequeños lo que bebíamos en las
cafeterías eran las gaseosas. En la de Román, al lado del horno de Rosa, había
una fábrica de gaseosas, y la cuestión era que había bastante consumo de estos
refrescos. También se hacían los sifones para el vermout. Estas bebidas fueron
desapareciendo o perdiendo importancia con el tiempo, se sustituyeron por
Pepsis, Coca Colas y Seven Ups. La tónica se empezó a difundir a finales de los
años 60, antes no la habíamos ni visto. Recuerdo que al principio no me gustaba
mucho, tenía un sabor demasiado amargo, decían que con el tiempo llegaba a
gustar y que era cuestión de ir entrándole. En casa, al llegar el verano, se
hacían limonadas con los limones de la huerta y mucho azúcar, y algún que otro
zumo de naranja, después llegaron los Seven Up y los Kas de limón y naranja, y
similares, que asemejaban estos productos naturales. Al final resultó que con
el tiempo sí se hicieron un hueco.
Ahora que viene el otoño me vienen al
recuerdo las castañas cocidas. Cocidas y no asadas, porque esta era la forma
tradicional de prepararlas con los anises que crecían por todos los lados y en
particular en las huertas. Para ello había que colaborar pelando las castañas
lo cual era un poco pesado. También recuerdo la colaboración que teníamos que
hacer en otra tarea doméstica como era el elaborar los ovillos de lana. Con
nuestros brazos extendidos aguantábamos las madejas de lana para que nuestras
madres hicieran el ovillo necesario para calcetar. Otra tarea bastante habitual
era la de ayudar a doblar sábanas y mantas. Cogíamos los extremos que nos daban
y seguíamos el orden que nos marcaban, aunque a veces por aquello de la imagen
especular lo hacíamos al revés. ¿Y qué decir de enrollar calcetines? ¿Y de
batir nata para hacer mantequilla? Teníamos muchas tareas infantiles en las que
participábamos en el mantenimiento de la casa y, porque no, en las que
jugábamos también para entretener los días fríos o lluviosos.
Las primeras series de TV que recuerdo
fueron las de Rintintín y Patrulla de caminos. Las
veíamos en la tele de la Cantina a la vez que los partidos de fútbol del Real
Madrid. Me quedaba pegado al mostrador cuando iba a buscar el vino o
simplemente nos acercábamos hasta allí como niños curiosos a ver lo que había.
Era la tele en blanco y negro (con lluvia y carta de ajuste). Poco después se
fueron comprando teles en las casas y se fueron sustituyendo las novelas de la
radio por las series y concursos de la única cadena que había entonces, la
primera de Televisión Española en VHF. Poco después vino la segunda en UHF y el
color.
Los vendedores
de piñas
Una profesión antigua, la de vendedor de
piñas de pino, existió mientras hubo cocinas de hierro porque con el butano se
acabó la necesidad de esta materia prima. Venían con sacos de piñas hasta las
casas y los vendían en la misma puerta, aunque no recuerdo si había que
avisarles o pasaban al azar. Las cocinas de hierro se encendían con la leña de
la huerta, de la poda de frutales y otras ramas, pero daba mejor fuego la piña
del pino. Dentro de las piñas venían tijeretas, unos insectos alargados y
marrones, se conoce que se alimentaban de algo que tenían, y cuando se echaban
al fuego algunas tijeretas salían corriendo. Al igual que las cucarachas daban
un poco de asco.
Las cacerolas y ollas de casa estaban
remachadas con aquellos aros debido a que por algún golpe se hacía un agujero y
las dejaba inservibles hasta que se reparaban. Venían los afiladores y
capadores (al parecer tenían ambas habilidades) y arreglaban las perolas o
afilaban los cuchillos. Los primeros que venían también reparaban los paraguas
con aquellos carros especiales de rueda a pedal, porque los de después ya
venían en moto y eran más de afilar cuchillos que de otra cosa. Era una
economía en la que las cosas cuando se estropeaban se arreglaban. Se zurcían
calcetines o camisas, o se cogían puntos en las medias. Cuando la ropa estaba
muy pasada se les hacía un reciclaje en forma de paños para secar. Hasta los
cueros de los zapatos los usábamos para hacer tirachinas. Realmente no se
tiraba nada que no fuese susceptible de rehusar.
Las galletas de
nata de la abuela Carmen
Hablando de la Navidad, nosotros poníamos
el Belén pero no el árbol. Eso era algo moderno, y creo que empezaron a hacerlo
los de la Fábrica..... Tengo idea de que alguien en algún sitio decoraba un
abeto grande en los jardines.
Nosotros no teníamos que ir a buscar musgo porque lo teníamos en el murillo que estaba frente a la entrada de casa, dentro de nuestro "jardín". En ese muro jugábamos al "quirín". No sé si fue antes de que Fernando y tú os unieseis a nosotros. Del tocadiscos, yo recuerdo poner a todo trapo la canción de los Bravos "los chicos con las chicas" para que la oyera la abuela Carmen.
Nosotros no teníamos que ir a buscar musgo porque lo teníamos en el murillo que estaba frente a la entrada de casa, dentro de nuestro "jardín". En ese muro jugábamos al "quirín". No sé si fue antes de que Fernando y tú os unieseis a nosotros. Del tocadiscos, yo recuerdo poner a todo trapo la canción de los Bravos "los chicos con las chicas" para que la oyera la abuela Carmen.
Mi madre no era cocinera, bastante tenía con trabajar en Massó. Creo que la nuestra era una casa distinta porque nuestra madre era trabajadora y no ama de casa. La encargada de las tareas era mi abuela. Hacía unas galletas de nata riquísimas, y también unas empanadillas muy ricas con la carne que le sobraba del cocido. Recuerdo también las lentejas y la "caldeirada dos mariñeiros". La cocina era su dominio y no nos dejaba entrar a mi hermana y a mí. Yo me sentía un poco inútil y culpable porque después de comer las otras niñas tenían que lavar la loza y limpiar la cocina (lo que Eudosia, la madre de Merche eufemísticamente llamaba "tocar el piano"). Mi abuela decía "xa vos chejará", en referencia a que ya nos llegaría el momento de tener que trabajar en la cocina, pero que mientras ella estaba, lo hacía ella.
Hace poco mi prima Pili me recordó las galletas de la abuela. Recuerdo que la mantequilla la hacía ella, guardaba la nata que se quedaba como un película al hervir la leche que traía la lechera --a veces tenía un fuerte olor a urea, y Sra. Lola decía que a veces le añadían orina a la leche (mexábanlle), para aumentar la cantidad......, hemos tenido pequeñas rebeliones a la hora del desayuno por no querer tomarlo porque sabía mal......, "esta leche está mal", ellos insistían que estaba perfectamente porque no se había cortado al hervirla. Volviendo a lo de mi abuela. La nata la guardaba y todos los días la batía con un tenedor hasta que se hacía la mantequilla. Un día cuando estaba viviendo en Inglaterra le pedí la receta de las galletas de nata y me la mandó. Intenté hacerlas pero me salieron durísimas. Mi abuela sabía escribir y le gustaba mucho hacerlo. Escribía largas cartas a su familia que empezaba "querida...... espero que estéis bien de salud quedando la mía bien gracias a Dios", o "querida... recibimos tu carta y nos alegramos que estéis todos bien. Nosotros por aquí todos bien gracias a Dios". Para una mujer que nació en 1898 de clase trabajadora, el escribir (con faltas de ortografía y sin puntos ni comas), ya era un logro.
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