Capítulo VII
La Escuela de Massó
La Escuela de Massó estaba
situada en el Hotel. Inicialmente este tenía la misión de alojar a los
visitantes de la Fábrica o a personal sin familia. Había dos unidades, una de
niños y otra de niñas. La primera la llevaba don Paco y la segunda Doña
Sagrario. Al principio estaban ubicadas en el piso superior y posteriormente
pasaron a la planta baja, aunque esta era casi una primera planta ya que había
un sótano, utilizado como bodega, al nivel de la calle que era la Carretera de
Arriba. El sótano lo empleaba Alfonso, el de la Cantina, para almacenar
barriles y garrafones de vino. Se accedía por unas escaleras y a la derecha
iban los niños y a la izquierda las niñas. Con el tiempo llegó a haber una
escuela de párvulos, en una habitación que daba atrás y se accedía por detrás
del mostrador donde supuestamente estaba la recepción del Hotel. Al lado de la
escuela de niños estaba una chimenea con una cabeza de jabalí disecada.
A finales de los cincuenta se
recibe la ayuda americana de leche en polvo y queso. Los alumnos hacían la
leche diluyendo aquellos polvos con agua en unas ollas de aluminio y
posteriormente los alumnos tomaban un vaso de leche. Cada alumno tenía su
propio vaso para tal cometido. También se repartía una porción de queso del
tipo holandés, con lo cual se daba una “merienda” como suplemento alimenticio.
Esta ayuda americana duró poco tiempo, tal vez dos o tres años, en los años
sesenta ya no se daba.
Las clases eran de mañana y
tarde, incluyendo los sábados por la mañana. Las escuelas eran unitarias lo
cual significaba que estaban todos los niños de los distintos niveles juntos.
En algunos momentos podía llegar a haber cincuenta o sesenta alumnos, por
unidad. Se empezaba usando la pizarra y el pizarrillo, y después se utilizaba
la pluma y la tinta con su correspondiente tintero. El libro era la
enciclopedia, un compendio de distintas materias. Se hacían dictados, cuentas y
se tomaba la lección. Había vara para dar en la mano cuando no se portaban bien,
como en todas las escuelas, lo gracioso es que los propios alumnos aportaban
las distintas varas con mucho entusiasmo. Además, había un aprendizaje natural,
el de la propia naturaleza y el entorno, que complementaba el aprendizaje
básico académico.
El gran momento era el recreo,
los niños salían delante de las escuelas, en la Carretera de Arriba, y en el
patio previo a las escaleras de entrada. Se jugaban los grandes partidos y se
hacían juegos de la época. Cada momento del año tenía su propio juego: bolas,
chapas, pañuelo, trompos,.. Por alguna razón comenzaban unos juegos y acababan
otros, iban en secuencia, y cada año se repetían las secuencias, había juegos
estacionales. Los niños no se mezclaban con las niñas, hacían sus juegos por
separado aunque compartían espacio.
Solía pasar todos los años el
inspector de educación, que normalmente era el mismo, el Sr. Liste, hacía unas
preguntas a los alumnos para ver el nivel alcanzado y hacía su informe. Normalmente
se preparaba a los alumnos para que respondiesen educadamente y bien, a ser
posible.
Algunos alumnos preparaban los
exámenes de ingreso para el Instituto y los primeros cursos por libre. Sólo había
institutos en Vigo, cada año, al principio de verano, los alumnos iban a
examinarse al Santa Irene, eran un par de días, mañana y tarde y se hacían los
exámenes de todas las materias por libre. Se podía hacer hasta tercero por este
sistema, con la preparación de la escuela era suficiente. No eran muchos los
alumnos que seguían este sistema pero algunos había. También hubo alumnos que
se prepararon para ir internos a las universidades laborales de entonces. Tenían
que irse fuera de la región.
Un jabalí en la Escuela
El Hotel de Massó se convirtió con el
tiempo en viviendas y en escuelas. Cuando las escuelas bajaron a la planta baja
entrábamos por la puerta principal del Hotel y nos encontrábamos con el pequeño
hall del mismo donde había un mostrador, a la derecha estaba la escuela de
niños y a la izquierda la de las niñas, y en ese hall había también una
chimenea con una cabeza de jabalí disecado en la parte superior. Ese jabalí
presidió nuestras entradas y salidas a clase todo el tiempo que estuvimos allí,
fue testigo mudo y "tieso" de nuestro tesón por aprender.
Las primeras
lecturas
De pequeños jugábamos con las propagandas
de las películas, eran unas octavillas a todo color que los niños
coleccionábamos para jugar dejándolas caer desde la pared a suelo. Esa era
nuestra primera lectura, por decirlo de alguna manera. Realmente lo primero que
leímos fueron aquellos chistes del Capitán Trueno, de Hazañas Bélicas y de
Roberto Alcázar y Pedrín. Había chistes para niñas, pero no recuerdo los
nombres. Luego vinieron los libros juveniles. Los autores que yo leía eran
Emilio Salgari y a Enid Blyton, fundamentalmente. Del primero recuerdo toda la
saga de aventuras de piratas asiáticos con Sandokan al frente y de la segunda,
las aventuras de los cinco, con Fatty como líder de la pandilla. Los solía leer
en verano que era cuando tenía tiempo.
La leche en
polvo en la Escuela
Este comentario quizá no les diga nada a los más
"pequeños de Salgueirón", pero fuimos bastantes los niños y niñas que
asistíamos a la escuela de doña Sagrario (aún situada en el último piso del
hotel) que probamos la leche en polvo, mandada por los americanos para suplir
las deficiencias alimentarias de una época difícil. A la hora del recreo se
calentaba agua en una olla gigante y allí se echaba aquel polvo desprendiendo
un olor tan fuerte (todavía permanece en mi memoria olfativa) que me impedía
probarla, nunca lo hice.
El Eucaliptal de
Massó
Lo primero que me viene a la cabeza es lo
frondoso que era el Eucaliptal. Tenía unos eucaliptos enormes, con sus troncos
lisos, que desprendían un intenso aroma. También recuerdo el gemir de aquellos
árboles al moverse con el viento y rozarse unas ramas con otras acompañado por
el rumor intenso de las hojas. Había un camino que lo cruzaba y permitía
acortar para ir desde nuestras casas a las playas. En verano, creo recordar,
los árboles florecían y se cubrían de aquellas flores blancas que más tarde se
convertían en gruesas piringolas que solíamos coger los niños para jugar.
El Eucaliptal escondía un tesoro. Crecían en el suelo, en los pequeños claros que había, fresas silvestres, unas pequeñas matas de estas plantas que daban unas fresecillas y que nosotros recogíamos y nos comíamos en el sitio.
NOTA: Desde siempre las semillas representan las ideas y los árboles el conocimiento que generan. En este caso me quedó grabado lo maravilloso del descubrimiento de una planta interesante que ni me imaginaba que existiera. ¡Y al amparo de aquellos enormes árboles! Este nuevo conocimiento venía acompañado de la recompensa de poder disfrutar de aquellas fresas. Es el placer de DESCUBRIR por uno mismo lo que no se sabe.
Los
claroscuros
Tengo varios recuerdos de claroscuros, uno
de ellos en el eucaliptal, donde en medio de aquella penumbra cruzaban los
rayos de sol por entre los huecos de las cúpulas de los árboles. Este
claroscuro lo tengo asociado a las fresas silvestres que crecían en medio de
aquellos enormes eucaliptos, gracias al clarear de aquellos efectos de luz. Y
las fresas silvestres representaban para mí la emoción de descubrir aquel
secreto en medio de semejante umbría. También es cierto que con posteridad
descubrí que en los campos de redes, al campo abierto, nacían diseminadas
algunas matas de fresas. Con el tiempo asocio estos claroscuros con el
descubrir de lo valioso en medio de semejantes contrastes de luz y
oscuridad, aunque ciertamente un pequeño descubrimiento pero capaz de
emocionarme. Realmente estoy hablando de saberes, el deleite del sabor de
la fresa lo delata, ya que la primera vez que las vi me sorprendió,
porque ¡no sabía que hubiera fresas salvajes tan cerca de mi casa!, era algo de
lo que había oído hablar pero resultaba que también allí ocurría.
Entonces todo un mundo de interrogantes se abría, resultaba que las fresas no
sólo salían de plantas que previamente había que cultivar en una huerta,
existían de forma natural, entonces, ¿qué conexión había entre las plantas
salvajes y las cultivadas?, ¿cómo habían hecho los hombres el trasvase?,
¿aquellas fresas locales habían sido las originales que se habían usado?, ¿cómo
eran tan escasas?, ¿se acabarían extinguiendo las fresas salvajes?,.........
Aprendizajes
Los aprendizajes de pequeño no se olvidan,
me refiero al momento, uno siente la necesidad de alcanzarlos porque es lo que
hacen los demás y es lo que toca en ese momento. Recuerdo como aprendí a leer,
tenía menos de cuatro años, de hecho, aun no estaba escolarizado pero veía como
los demás niños leían las lecciones y simplemente escuchándolos y fijándome en
el texto, aprendí. Cuando llegó el momento de que me enseñaran a leer ya lo sabía
hacer. Aprender a nadar, gracias a mi perro aprendí, me agarraba de
su cola y poco a poco me iba soltando, todo ello en la playa del Carro.
Aprender a andar en bicicleta, con ayuda de la bicicleta que tenía mi hermana
me echaba por la Alameda, con peligro de irme contra los árboles y con algún
que otro rasguño con los mirtos, al final me mantenía en equilibrio. Aprender a
jugar al ajedrez, mirando como jugaba la gente en Cangas me di cuenta de las
reglas y ya pude jugar mis primeras partidas. Realmente éramos autodidactas,
llegado el momento podíamos aprender sin mucho esfuerzo.
Chuchameles y
otros sabores silvestres
En primavera surgían los chuchameles por
todos lados, aquellas florecillas amarillas destacaban en medio del verdor de
la hierba. Los niños las cogíamos y masticábamos los tallos por el sabor agrio
que producían. No es que lo hiciésemos mucho porque el sabor podía cansar pero
sí de vez en cuando chupábamos algún chuchamel. También cogíamos moras en las
silveiras para comer tal cual o bien para mezclarlas con azúcar. Había una
técnica que consistía en usar una caña, llenarla de moras y, por un agujero
lateral, chupábamos el jugo que se obtenía al apretarlas dentro de la caña. Las
moras eran más dulces y se comían en cuanto maduraban. Había unas flores en
forma de campanilla en unos árboles, de cuyo nombre no me acuerdo, que también
servían para chupar y sabían dulzonas. Cuando empezaron a plantar la flor de la
pasión aprendimos a sacar el dulzor que guardaban dentro. También había fresas
salvajes, pequeñitas, que crecían por el eucaliptal y por el campo de redes.
Por San Roque había arbustos que daban morotes, unos frutos redondos que cuando
maduraban pasaban del amarillo al naranja. Bueno, se puede decir que
competíamos con las abejas para libar el dulzor de los frutos y las flores
silvestres.
Pésegos
abrideiros y duraznos
Los pesegueiros eran los árboles frutales
más comunes en las huertas de Salgueirón. Había de dos tipos, los abrideiros,
que como su nombre indica tenía unos pésegos que se abrían fácilmente,
separándose la pulpa del hueso, y los duraznos, que tenían pegada la pulpa al
hueso. Como se tiraban los huesos por cualquier lado siempre nacía en cualquier
sitio un nuevo pesegueiro. Después vinieron los melocotones, las peladillas,
las pavías,..., que relegaron en importancia al pésego del país, pero hay que
reconocer su valía a la misma altura que cualquiera de estas nuevas frutas
importadas.
Los frutales de
la huerta
La primavera se nota en el brotar de los
árboles en los que nos fijamos cuando se vive en la naturaleza y lo puntualizo porque
para los que vivimos en la ciudad perdemos esa señal del cambio de la estación.
Recuerdo que los "pesegueiros" empezaban en primavera a echar los
brotes, aparecían las flores y después las hojas, le seguían los ciruelos con
una floración blanca y los demás frutales; este seguimiento era interesado
porque esperaba que se produjeran los frutos en verano para comerlos desde el
árbol. Alguna floración no cuajaba bien un año por el clima y ese año no había
buena cosecha de ese fruto, y por eso se alternaban las buenas cosechas; había
años de ciruelas, años de peras,.... En los frutales de la huerta había una
secuencia de producción a lo largo del verano: empezaban los pésegos, los
nísperos y las ciruelas, seguían manzanas y peras, y finalizaban los higos. Ya
entrado el otoño aparecían los estorninos a comerse los higos que quedaban.
¡Había fruta todo el verano! ¡Era una maravilla!
Cuando había
luciérnagas
En el anochecer de los días de verano,
cuando hacía calor, se veían luciérnagas (¿vagalumes?) en Salgueirón. Eran
pequeños insectos alados, del tamaño de un mosquito grande, con la parte
inferior de su cuerpo con luz verdosa. Era corriente verlas aunque lo más
fascinante era ver el mecanismo luminoso. Fueron desapareciendo por alguna
razón, probablemente debida a la acción humana, tal vez sean insectos
indicadores de pureza medioambiental, de esos que son los primeros en sentir
los efectos de la contaminación. ¿Las volveremos a ver por Salgueirón?
El barolo
Hay
palabras que quedan desde la infancia y no se olvidan, para mí es el caso de la
palabra "barolo", que no sé si sigue vigente. El barolo es el moho,
lo que empezaba a verdecer en un alimento cuando pasaba el tiempo. Supongo que
es de origen gallego, pienso que no está mal hacer un pequeño diccionario con
estas palabras y volveré a poner alguna otra que guardo en la memoria.
Los carrachos
El otro día escuché esta palabra en la
tele y me acordé de los carrachos (garrapatas) que cogía mi perro en primavera.
Empezaban por ser pequeñas arañitas por medio del pelo y acababan hinchándose
de sangre detrás de sus orejas. Ésta era una de las causas por las que el Roll
se embadurnaba de desechos de ballena, lo hacía para desparasitarse. Cuando ya
los tenía enganchados se los quitábamos echándole aceite y arrancándolos cuando
estaban debilitados. Los carrachos se veían entre la yerba por la que andábamos
tirados todo el día, sin embargo, no recuerdo que llegasen a engancharse en
ninguno de nosotros, aunque sí se comentaba que había algún caso que había
ocurrido fuera de la zona.
En un momento determinado se empezaron a
ver sobre el agua de la costa unas manchas rojas, algo parecido a una
contaminación de gas-oil, pero de color rojizo. Se empezó a decir que si las
aguas "purgaban", que si eran microorganismos, aunque lo curioso es
que antes no se veía tal cosa. Se aceptó como un proceso natural que impedía
comer el marisco libremente, aunque para los baños no tuvo especial repercusión.
La Fábrica tenía sus vertidos por detrás del muelle y, en ocasiones, se
extendía una mancha blancuzca con fuerte olor a pescado, aunque en esas
circunstancias había abundante pescado, sobre todo múgeles, que venían atraídos
por el supuesto alimento. Los residuos de la ballenera que iban al mar podían
llegar hasta Rodeira y el matadero dejaba la Congorza toda de color rojo cada
vez que se sacrificaban animales. En aquella época no había noción de la
contaminación.
Sobre gusanos de
seda, miñocas y lombrices
Hubo una época en la que alguien trajo
gusanos de seda y nos dedicamos a cultivarlos en cajas de zapatos. Teníamos que
coger hojas de morera que había por Piedra Alta para alimentarlos cuando
estaban creciendo. Después no hacíamos nada con los capullos. Hubo otra época
en la que se puso de moda cultivar lombrices de tierra --en las huertas había
muchas--, para venderlas con el fin de mejorar los terrenos de cultivo --algún
proyecto de esta industria hubo por Salgueirón. En nuestra época de pescadores
íbamos con la marea baja a escarbar en la playa de Massó para coger miñocas.
Las recogíamos por la mañana o el día anterior y las guardábamos en arena
húmeda en el fresco.
Los
petirrojos eran unos pájaros pequeñitos que había en Salgueirón. Se llamaban
así porque tenían el plumaje del pecho de color rojizo. Aquel coloreado, que en
principio podía ser su perdición, le permitía distinguirse en medio de la
hierba y, el caso es que, ¡los petirrojos hacían los nidos en medio del campo,
en el suelo! Con esa estrategia resultaba milagroso que subsistieran porque
había un montón de animales en la zona que podían saquearle los nidos, desde
gatos hasta culebras. El caso es que eran vistosos y acompañaban mucho porque
se les veía revolotear entorno a la zona por donde estaban nidificando.
La "tanza" era el hilo que
usábamos para pescar, un producto de nylon transparente, duro y resistente, que
se vendía en los ultramarinos. Teníamos que "empatar" los anzuelos con
el nylon haciendo un nudo especial para que no se soltasen. Solíamos perder
bastantes anzuelos y plomos cuando se nos enganchaban en las algas, sobre todo
cuando la marea estaba baja, por eso había que ir con una caja de repuestos
para poder seguir pescando.
La "pioja" era la mancha de
humedad que se quedaba en la ropa cuando esta no se secaba bien y se guardaba o
cuando una pieza quedaba expuesta mucho tiempo a la humedad en un tendal. Eran
unos puntitos negros más o menos densos. Tal vez sea una palabra castellanizada
y en gallego sea "pioxa" o "piolla". No tiene que ver con
los piojos.
El sacauntos
I
El sacauntos ¨habitaba¨ entre los
maizales. Éste era otro de los mitos de nuestra infancia que más miedo nos
infundía (a mí por lo menos), ¨llegaba¨ en el verano cuando la planta del maíz
estaba en pleno apogeo y en aquella frondosidad podía asomar en cualquier
momento dispuesto a sacarnos ¨los untos". Por supuesto que a ningún niño
se le ocurría pasar por allí al llegar la noche --había un pequeño maizal por
detrás del hotel. Cuando descubrí que ¨el sacauntos¨ era una estrategia para
que no robasen las mazorcas de maíz, sentí alivio y a la vez decepción, al fin
y al cabo se había convertido ya en un personaje.
El sacauntos
II
De pequeños sufrimos la amenaza imaginaria
del sacauntos. El unto lo conocíamos bien porque lo usaban nuestras madres para
hacer el caldo, así que un sacauntos podía ser alguien que te abriese la
barriga y te sacase la grasa de tu cuerpo. Nos decían que no nos metiéramos en
los campos de maíz porque allí podía aparecer el sacauntos y llevarnos. Había
un campo de maíz en la de Arís, a la salida de Salgueirón en dirección a
Cangas, que cada vez que pasaba me hacía interrogar si allí estaría metido el
sacauntos. La cuestión es que un campo de maíz con las plantas ya crecidas de
un tamaño considerable era un lugar perfecto para esconderse alguien. ¡Con
razón se hacen tantas películas de miedo en medio de campos de maíz!
El "rapacús" era la oruga de la
procesionaria del pino que tanto temíamos por sus consecuencias. Los pinos de
la zona tenían nidos de procesionarias y solíamos verlas en su procesión,
alejándonos inmediatamente de ellas porque aun a distancia se sentían sus
efectos. Yo tuve ronchas en más de una ocasión, era algo así como ortigarte
pero con más dolor. Es una palabra gallega y ¿algo relacionada con
"raparse el culo"?
El poleiro
Los gallineros de las huertas tenían un
casetucho dividido en dos partes, en la más grande dormían las gallinas subidas
en el "poleiro", aquella especie de grada de palos fijos en las que
se quedaban ubicadas. Por debajo se amontonaba el estiércol que después servía
para abonar las huertas. En el cuarto pequeño se ponían las gallinas cluecas
para que incubasen los huevos sin ser molestadas. Es una palabra gallega
derivada de pola, la rama de los árboles.
El legón
En
las fincas y huertas se plantaban patatas o verdura haciendo los surcos con
ayuda del "legón" o azadón. Realmente era un trabajo duro porque
abrir aquellos surcos a fuerza de brazos era mucho. Había jornaleras que por un
salario y la comida a pie de surco, en un día, plantaban un campo de 50 metros
cuadrados. Supongo que es una palabra gallega.
Los
"tutelos" eran las cerbatanas que hacíamos los niños con las cañas.
Había tres tipos de cañaverales, las del país, las indias (que se usaban para
pescar) y unas que se llamaban "vanas" y que eran las adecuadas para
hacer los tutelos. Por la zona había alguien al que apodaban el
"tuto" y probablemente tenía que ver con esto de las cañas. Tiene que
ser una palabra de origen gallego.
La "poalla" es la lluvia
menudita, también llamada orballo o chiri-miri, y así se le llamaba en la zona
a esta lluvia. También la llamábamos "calabobos" por aquello de que
sin querer uno se acababa mojando. Recuerdo que había alguien al que apodaban
"el poallo", tal vez por algún simil con esta lluvia. También es una
palabra gallega.
Los fentos
Los "fentos" eran los helechos
que crecían abundantemente debajo de las arboledas como la que había al lado de
la escuela. Desde la Carretera de Abajo, a la altura de la casa de Palacios,
había una bajada hacia un corredor que iba pegado a la pared de la Fábrica
--por allí nos metíamos mucho los niños-- era una zona húmeda y en las paredes crecía
un tipo de fento de hoja menuda que mi madre cultivaba en macetas en casa.
Obviamente es una palabra gallega.
Los bimbios
Los "bimbios" eran las varas que
daba una especie de salgueiro en el otoño de color amarillo con la que se
ataban sarmientos en las vides, se hacían cestos, etc. Salgueirón debió de ser
una zona de salgueiros abundantes, pero únicamente se podían ver en aquella
época por la zona del campo de fútbol hacia Areamilla, que era dónde había
campos de labranza. Supongo que es otra palabra gallega.
El fiuncho
El "fiuncho" es una planta
salvaje que crecía por cualquier parte en Salgueirón, a veces al borde de los
caminos, de olor intenso a anís, y que seca se empleaba para cocer las castañas
en otoño. Es otra palabra de origen gallego.
La bacaloura
La "bacaloura"
era un escarabajo volante, de dimensiones considerables, con unas pinzas
grandes, que aparecía en verano por Salgueirón y decían que comía cerezas. Los niños
las capturaban y las amarraban a un cordel y las llevaban a rastras. Esta
palabra es de origen gallego.
El queimacasas
El "queimacasas" era un cangrejo
negro que había por las escolleras del muelle de Massó al que tirábamos piedras
los niños. No tenía valor comestible y por eso no lo apreciábamos. Por otro
lado era bastante abundante lo cual contribuía a su devaluación. Esta es otra
palabra de origen gallego evidentemente.
Otra
palabra para el diccionario. La "serradela" era una hierba que
cogíamos en el "Campiño" para alimentar a los grillos que
capturábamos y metíamos en una caja. Tenía una hojilla muy fina y se doblaba
sobre el nervio principal. Crecía justo dónde estaban los agujeros de estos
insectos y realmente era lo que comían. Supongo que también es de origen
gallego.
Capítulo VIII
La Ballenera de Salgueirón
La Ballenera se construye en los
años cincuenta, hay fotos en las que están empleados de Massó junto con unos
moros tomando té, estos últimos vienen para ayudar a construir esta factoría al
estilo de las que hay en el norte de Marruecos.
En la temporada de caza los
balleneros vienen con sus piezas amarradas a la borda y las van dejando
fondeadas delante de la rampa de subida mientras se van despiezando otras que
están en proceso de corte. Para ello hay unas boyas circulares bastante grandes
que están a pocos metros de la subida. Se arrastran las ballenas y cachalotes
con unos cables de acero y se suben hasta depositarlas en la parte superior de
la rampa. El suelo es de madera y muy resbaladizo. Los empleados van con unas
botas gruesas con una suela con pinchos, con ellas suben por los cetáceos y con
unas cuchillas afiladas van cortando la gruesa piel de grasa en trozos
rectangulares. La grasa se cuece y se pasa a aceite. La carne se lleva al
molino para convertirla en harina para pienso. Los huesos y vísceras se
depositan en un vertedero que hay al lado de la factoría para que se pudran,
una vez conseguido este propósito se retira como abono para los campos. Hay un
paisano que viene a menudo con un carro de bueyes y carga con el abono, pero
como no está sellado va goteando el contenido todo a lo largo de la Carretera
de Abajo, que es por donde pasa, esparciendo con ello el fuerte olor que tiene
el producto por todo Salgueirón. Hay un momento en que se cambia el depósito de
los restos de ballenas, se lleva al lado de la Fábrica de Redes, al otro lado
del Eucaliptal.
Las tripulaciones de los barcos
balleneros son de Cangas, los patrones, marineros y arponeros surgen de la gran
experiencia de la pesca que tienen los hombres de la costa. Suele ser un
trabajo de temporada, cuando hay migración de los cetáceos a su paso por la
costa gallega. Suelen hacer las capturas a pocas millas de la costa.
Hay otra factoría ballenera en
Morás en el municipio de Xove, en la costa lucense, que de alguna forma
complementa las capturas de la de Cangas.
La captura de ballenas se
finaliza en los años setenta, hay una fuerte contestación ecologista, incluso
hay algún atentado contra barcos balleneros, y coincide con el declive de la
propia empresa. Algún barco ballenero permanece varado en el puerto de Cangas
durante una temporada hasta que desaparecen.
La factoría de
la Ballenera
La Ballenera tenía una explotación muy
simple, se despiezaba la ballena sacándole la gruesa capa de grasa y esta se
fundía en calderas hasta conseguir el aceite que se almacenaba en bidones de
hierro. Parte de la factoría la podemos ver en la foto de la izquierda (de Carmelo
Parrado), adornada su entrada con los maxilares de una ballena.
Restos de la
Ballenera
En esta foto inferior (de Carmelo Parrado)
se ven los restos que quedan después de descuartizar una ballena en la rampa de
la Ballenera. El cable que hay a la derecha se empleaba para subir el animal
arrastrándolo desde el mar. El suelo estaba resbaladizo por la grasa y los
trabajadores tenían que usar unas botas con clavos para andar por la
rampa.
En la foto inferior (de Carmelo Parrado)
aparecen los restos de huesos de las ballenas descuartizadas en la Ballenera.
Las partes blandas se pudrían en una balsa al lado de la entrada a la misma.
Creo recordar que esto es una extracción posterior de huesos de la balsa.
Barco ballenero
En
la foto inferior (de Carmelo Parrado) aparece uno de los barcos balleneros de
Massó fondeado en el nuevo muelle del puerto de Cangas después de que se
pararan las campañas de pesca de cetáceos.
En la foto de la izquierda (de Carmelo
Parrado) se observa la subida a la platafoma de la Ballenera. Hay un resto de
ballena al principio. En el mar, protegidas por la escollera, estaban las
ballenas que traían los barcos y dejaban fondeadas en unas boyas enormes a la
espera de ser subidas para ser descuartizadas. Las chalanas que hay en la foto
formaban parte de los medios disponibles para enganchar las ballenas desde las
boyas con el cable de acero que se ve en el suelo.
¡Huele
mal! Hoy toca coger la bici y bajar a la Ballenera. Un vez allí contemplamos
todo el proceso: 1. Sube la ballena al varadero, tirada por unas cuerdas muy
gruesas que se mueven gracias a una manivela mecánica. 2. Abren la boca de la
ballena y la mantienen así gracias a una enorme estaca vertical. 3. Suben los
operarios con su calzado provisto de tacos y unas cuchillas de mango largo. 4.
Le quitan la piel haciendo un corte longitudinal desde la cabeza a la cola,
ayudados desde el suelo por otros que provistos de unos ganchos tiran de la
piel hacia sí. 5. Lo siguiente era cortar la carne en grandes trozos que
pasaban al interior de las dependencias para su tratamiento. Esto último ya no
lo veíamos por dos motivos; uno, porque no podíamos entrar y otro, porque
carecía de interés para nosotros. Esta visión la tengo muy repetida en mi
recuerdo, además de alguna que otra anécdota:
- Un día fuimos a la Ballenera con
mayor ilusión que otras veces porque nos dijeron que iban a descuartizar una
ballena que pescara Franco (máxima autoridad del momento) y nos llevamos una
gran decepción porque no era más que un pequeño cachalote.
- Otro día, llegó un grupo de turistas
entre los cuales iba una señora que se empeñó en que le hicieran una foto
delante de la boca abierta de la ballena. Esta oronda mujer, que llevaba un
vestido de flores (azules y blancas), patinó en la grasa de aquel suelo de
madera y sus flores se convirtieron en rojas, igual que su pelo rubio se tiñó
del mismo color. Recuerdo a los obreros riéndose abiertamente de la señora y
los lamentos de esta.
Recuerdo también la
época en que había japoneses aprendiendo la técnica que aquí se utilizaba, y
que hoy tanto rendimiento le sacan.
No me olvido tampoco del
sabor a mar de la carne de ballena y de su color blanquecino, a pesar de no
haberla vuelto a probar en muchos años.
Con referencia a la Ballenera,
mi padre siempre cuenta una anécdota muy curiosa:
-Un día en el que los trabajadores trataban de ladear
una ballena, les falló la estaca que mantenía abierta la boca y esta se cerró
en el pie de un operario. Cojeó toda su vida y cuando le preguntaban por el
motivo de su cojera, él siempre decía: "Traboume unha ballena"
El diente de marfil
Los
niños de la escuela tienen dientes de marfil de los cachalotes, no es raro el
niño que no consigue estos dientes que se asemejan a colmillos, los reciben de
los empleados que trabajan en la Ballenera, que son sus familiares. Algunos
costillares de los cetáceos se emplean como adorno a modo de tibias cruzadas en
diversos lugares.
El
muelle de la Ballenera siempre estaba roto. Si algún año lo arreglaban al
invierno siguiente venía un temporal que acababa por volverlo a romper. En
realidad hacía más de escollera que de otra cosa porque los balleneros acababan
atracando en el de la Fábrica, dejaban los cachalotes fondeados al abrigo de
dicho muelle y se iban para el de la Fábrica. Los temporales de invierno eran
fuertes hasta el punto de que cambiaban la fisonomía de las playas como pasaba
en Areamilla, se cubrían de arena algunas rocas y aparecían otras que estaban
ocultas.
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Capítulo IX
Las Fiestas anuales
Las fiestas anuales marcaban el
ritmo de la vida de todos, y en particular la de los habitantes de Salgueirón.
Fundamentalmente eran las fiestas del calendario religioso. Para los niños eran
motivo de emoción por la expectativa que despertaba el recibir regalos o comer
tal o cual comida del momento o hacer tal o cual actividad. Entre estas estaba
la de las hogueras de San Juan, que eran todo un acontecimiento para los niños
de la Escuela. Durante una semana se iba apilando la leña de la hoguera que se
hacía en un lateral del Hotel, el que daba a la clase de las niñas. Se
acarreaba con todo lo que podía arder, maderas, podas de las huertas, etc.
Pronto se empezaron a añadir ramas de eucaliptos y de pinos, luego pinos
pequeños. Todo se sacaba de los alrededores.
Había una competición con la
hoguera que hacían en la Caína, se trataba de hacer la hoguera que ardía más alto
y que duraba más tiempo encendida. No había manera, siempre se llevaban el
mérito los de la Caína, se suponía que tenían ventaja porque estaba cerca el
Monte de San Roque y tenían el bosque al lado.
Había unos jardines en Salgueirón
muy bien cuidados por José, durante años, un jardinero andaluz y una mujer los
cuidaban con esmero y mantenían todas aquellas especies foráneas que estaban
repartidas por los mismos. Incluso había unas etiquetas al lado de cada planta
o arbusto, indicando su nombre científico. José guardaba los aperos en el Hórreo
de piedra que había enfrente al Hotel.
En el afán de apilar la mayor
cantidad de leña o lo que ardiese, para ganar a los vecinos, un año a alguien
se le ocurrió que se podían cortar las buganvillas de los jardines, dicho y
hecho, aparecieron aquellas buganvillas mutiladas en los jardines y se armó un
poco de jaleo.
La noche siempre era mágica por
varias razones, la primera porque permitía salir de casa hasta tarde, siempre
eran noches calurosas, había humo en el ambiente con olor a los pinos y
eucaliptos quemados y era espectacular estar alrededor de aquella montaña de
fuego. A lo lejos lucían los puntitos de las hogueras lejanas, incluso las de
la otra orilla de la ría. También veíamos bastante cerca la de la Caína con
envidia.
Algunos acababan la noche
bañándose en el Varadero de Massó, sobre todo cuando estaban las noches
calurosas, como anticipo del verano.
Por la noche se preparaban
palanganas con agua y flores aromáticas a macerar para lavarse de mañana. El
llamado cacho. No era difícil encontrar plantas aromáticas en los alrededores
desde flores a anises, había diversidad de olores por doquier, y los niños
estaban acostumbrados a reconocerlos porque era práctica diaria arrancar hojas
y ramas y jugar con ellas.
En las huertas se aprovechaba
para hacer, antes de estas grandes hogueras, unas hogueras caseras con la
finalidad de quemar los trastos almacenados de casa, con podas, muebles viejos
y demás sobrantes de la casa. Se solían asar patatas pequeñas que quedaban
entre los surcos de la última siembra.
Musgo y pinos
En Navidades siempre hacíamos
el Belén y para ello teníamos una colección de figuritas con el
portal, los pastores, los reyes, las lavanderas y algo más. Pero había que
renovar la base de musgo cada año. No era difícil encontrar musgo en
la zona, la humedad del otoño creaba buenas capas de musgo sobre las piedras.
No obstante, a veces buscábamos matas de musgo en sitios donde había agua. El
resultado era un Belén bien mullido y con algunos nuevos habitantes
vivos que venían incorporados al musgo. En nuestra adolescencia se añadió el
Árbol de Navidad como nuevo elemento decorativo. Ahora había que ir al monte a
cortar un pino para tener el principal elemento. Recuerdo ir a la Sierra, cerca
del Castelo, a buscarlo y estar cortando la copa de algún pino cuando éste
excedía el tamaño razonable. Las guirnaldas y los regalos completaban la
decoración y ya se tenía un árbol navideño, junto al Belén. Los que vivimos
esta incursión arbórea en las fiestas siempre lo consideramos como un ornamento
de segundo término, creo que teníamos el Belén como más tradicional de las
Navidades, sobre todo porque el árbol no pertenecía a la imaginería religiosa
propia.
El Belén
El Belén lo hacíamos todos los años con
las mismas figuritas de barro cocido y el portal. Lo principal era conseguir el
musgo y, para ello, recorríamos las zonas más húmedas en torno a la fábrica
para traer los terrones de musgo. Algún helecho también caía para hacer el
papel de palmera (algún bichillo también venía involuntariamente). Otro
componente era algo de arena para los caminos y eso se conseguía en la playa.
Con un poco de riesgo se ponía agua, pero lo más seguro era la platina de las
tabletas de chocolate. Solo con el paso de los años creo que se llega a
comprender bien el significado del Belén, aparte de la recreación de las
escenas del nacimiento de Jesús, cuando comprendemos lo que significa el
participar como niño en la vida poniendo un monte aquí, una figurita allí, un
río por este lado, unos pastores y sus ovejas en aquel monte....
Las Navidades y
su radicalidad
Las
Navidades son unas fiestas que gozan de una cierta radicalidad, cuestión que
hay que tener en cuenta cuando analizamos estas fechas. Los niños vivíamos
estas fiestas con ilusión, las vacaciones, los días especiales, la comida rica,
los regalos de los Reyes,... Las vacaciones se nos acababan enseguida, el día
después de Reyes llegaba sin tiempo para disfrutar de los juguetes, era volver
a la Escuela con las ganas de jugar recién estrenadas. La comida era rica,
platos especiales de la época, y sobre todo dulces. Pero la golosa dimensión no
tiene parada y recuerdo estar empachado una Navidad tras otra, sin poder
disfrutar de la comida. El Fin de Año era una fecha especial, acababa el año y
empezaba uno nuevo, aunque daba un no sé qué por si no empezaba el nuevo año y,
además, tras una celebración por todo lo alto llegaba un primero de año soso y
aburrido, sin ninguna actividad en la calle, debido a los excesos de la noche
anterior. Los juguetes de Reyes, ¡qué ilusión esperando aquel juguete que
queríamos!, qué desilusión si no llegaba. Nunca había contento completo, sobre
todo, si los demás niños tenían lo que nos hubiera gustado tener. Tal vez esta
radicalidad significaba que si abrazábamos las ilusiones, las esperábamos con
mucha intensidad, corríamos el riesgo de llevarnos el chasco, lo que no nos
decían era que teníamos que ir poco a poco.
Reyes Magos en
Salgueirón
El
día de Reyes Magos era especial para los niños, soñábamos con tener unos
juguetes que nos acercasen más a la realidad que los propios juguetes que
improvisábamos con palos y restos durante todo el año. La pistola de estralos
era algo especial, tenía aquellos estralos en roseta, que había que dosificar
poco a poco para no perder el efecto ruidoso, y un olor a pólvora excitante.
Había pistolas de vaqueros y de policías. La cuestión es que ejercían una gran
fascinación sobre nosotros, a modo de imitación de lo que veíamos en el cine,
aún sin ser chicos violentos. Con el tiempo alcanzó más importancia el balón de
fútbol, al menos íbamos más encaminados hacia una vía deportiva y pacífica. Los
balones tenían su importancia porque permitían organizar los partidos en la
Alameda, donde había que ganar. Más que balones eran pelotas que con el tiempo
se medio pinchaban, acababan siendo algo duro para andar a patadas y
dolían al recibir un pelotazo de aquellos. Luego vinieron los libros y la ropa,
aunque para entonces éramos mayorcitos, y ya había que dejar paso a la
realidad.
Los regalos típicos de los niños en Reyes
eran la pistola y el arco con flechas (influencia de las películas de
vaqueros). Un año me regalaron un arco con flechas --se mojaba la ventosa y se
intentaba lanzar y pegar en algo que no rompiese-- y lo primero que hice esa
mañana fue salir a la Alameda a jugar con mi recién regalado arco de flechas
para poder disparar libremente. Bajé las escaleras de mi casa todo contento
pero, al llegar abajo, me encontré una flecha en el suelo que encajaba
perfectamente con el juego de flechas que yo tenía. Concluí que los Reyes Magos
eran un poco descuidados porque perdían parte de los juguetes cuando iban a
entregarlos a las casas, en este caso me había tocado a mí. Aquello no me gustó.
El
Día de Reyes
De las muchas añoranzas que de nuestra
niñez tengo, es quizá la del Día de Reyes la más recordada, puesto que cada año
por esas fechas, vuelven los recuerdos de cómo lo vivimos en nuestra época. Con
frecuencia coincidíamos a la hora de pedir los juguetes: raqueta de tenis,
diábolo o la muñeca de moda; así recuerdo el año de La Dulcita, aquella muñeca
de goma y ojos achinados que venía dentro de un saquito. Ese año y unos días
antes de Reyes, Pili Valladares me enseñó la suya, ya que sabía dónde la
guardaba su madre. A Estrella, que no le gustaban las muñecas, un año le
echaron un juego del FBI con pistola y esposas incluidas. (Todo un adelanto
para una época en la que los juegos venían con diferenciación de género). Un
año, en compañía de Merche y aprovechando la ausencia de mis padres, fuimos a
ver los regalos que guardaban en el armario de su habitación: una caja de
Juegos Reunidos Geyper para mí y un arco con flechas de ventosa para mi hermano
Toño. Después de abrir las cajas y probar las flechas contra la pared, las
volví a guardar; pero con tan mala suerte que rompí una barra fluorescente que
había en el fondo y de la que yo desconocía su existencia. Total, mi madre se
enteró; la bronca fue monumental y la zurra creo que todavía me duele hoy. Era
especialmente emotivo el momento en que salíamos a la calle para enseñar
nuestros juguetes y ver los de los demás. Todos o casi todos con ropa de
estreno, ya que era una costumbre inherente al Día de Reyes.
¿Un pino o un
belén para Navidad?
Al principio sólo se ponía el Belén al
comienzo de Navidad pero pronto llegó la moda del pino. En mi casa poníamos el
pino cuando mi madre organizaba una expedición a las faldas del Castelo en
busca del árbol, de musgo y de muérdago. Luego sacábamos el espumillón y las
bolas de todos los años, juntábamos el Belén con el pino y comenzaba la
Navidad. Acababa secándose con el paso de los días y la pinocha iba cayendo
entorno al Belén dando ambiente. Los regalos de Reyes los encontraba al
principio por el pasillo de la parte de arriba de la casa, una vez los recogí
de dentro de la bañera, luego, con el pino, se ponían al lado del montaje. Una
noche de Reyes llegué a oír unas campanillas y mi hermana que estaba junto a mí
me dijo que eran los camellos, lo cual me dejó convencido del tema. Recuerdo
que la mañana de Reyes pasaba Fernando con los juguetes camino de la casa de
los abuelos donde le ponían algo. A mí me ponían también algo en casa de mis
tíos. Fue mi tía Socorro la que un día oficialmente me desveló la historia de
los Reyes, aunque yo ya lo sabía, pero no me lo tomé muy bien.
San Roque del Monte era de las últimas
fiestas del verano, a continuación venían las del Cristo y, finalmente, las de
Darbo. Había bastante actividad en el monte, se engalanaban los alrededores, se
ponían algunos puestos, se echaban cohetes y los altavoces difundían a los
cuatro vientos la música que llegaba a Salgueirón como si estuviese allí mismo.
Lo que me llamaba poderosamente la atención era la comida que hacían los
romeros entre los árboles, en las laderas que llevaban hacia el Campana y el
Castelo (los montes que seguían al de San Roque). Llegaban las familias,
extendían los manteles y sobre ellos sacaban la comida y sentados en el suelo
se ponían a comer. Era común ver tomar la sandía al final de la comida. Con el
tiempo se perdió lo de las comidas y se mantuvo lo del baile, aunque a mí me
quedó ese recuerdo indeleble de comer la sandía en el monte, sentado en la
ladera, bajo los árboles y mirando al frente el panorama de Cangas.
En la Escuela nos confirmábamos cuando el
obispo venía por la parroquia, que era de vez en cuando, e íbamos todos juntos
para aprovechar la ocasión. Me acuerdo que a mí me tocó cerca del verano, fue
un día caluroso en el que acudimos a la Iglesia de Darbo todos en grupo.
Recuerdo cierta premura en la preparación así que realmente no pudimos imaginar
en qué consistía la ceremonia. Nos metieron a todos dentro de la iglesia y
cerraron las puertas, el calor era más que notable y sudábamos. Un haz de luz
muy intenso entraba por el rosetón de la fachada y llegaba hasta la mitad, la
oscuridad que daba el cierre acentuaba más ese foco natural. Había tanta
nitidez en el mismo que se veían las motitas de polvo en gran cantidad flotando
por efecto de la algarabía que formábamos todos allí metidos. Mi preocupación
era saber si la bofetada que daba el obispo era real o simulada, resultó al
final que era simbólica. Me acerqué y me arrodillé, creo, y me ungió con óleo y
me dio la bofetada. Ya estaba hecho, un nuevo confirmado. Ahora sé que todo
tenía su significado, hasta las motitas, y sobretodo ellas.
El Carnaval era época de orejas y filloas.
Las orejas eran una masa que se freía y luego se espolvoreaba con azúcar y
canela; quedaban retorcidas y le daban apariencia de una oreja, de ahí el
nombre. Las filloas se untaban de azúcar o miel y se enrollaban. El Carnaval
era época de rebuscar en los armarios y los viejos baúles la ropa antigua, para
formar un disfraz indefinido que se llamaba "facha". Comprábamos
caretas de cartulina (que se ablandaba con el sudor), atadas con una goma, y
con tal facha nos echábamos a la calle. Íbamos por las casas esperando no ser
reconocidos pero tal hecho duraba poco, porque éramos los de siempre. Hartos de
ser reconocidos, un año, les pedimos a nuestras madres que nos hicieran un
capuchón de tela, cual verdugos, y esa vez tuvimos más éxito, aunque realmente debíamos
de parecer auténticas fachas.
Difuntos
Ahora que hemos pasado difuntos intento
recordar aquella época y lo que me viene a la memoria es la visita al cementerio,
en particular las mariposas que se ponían en aceite, el aspecto que tenían
antes de encenderse. Era un sistema que duraba más que la vela, producía poca
luz y todo lo más se podía apagar por ahogamiento en la masa de aceite. Era
una débil llamita que recordaba a lo endeble de la vida humana, al
menos a mí me lo parecía. También recuerdo que los niños cogíamos calabazas de
los campos y les metíamos un trozo de vela dentro y simulando una cara las
dejábamos en las escaleras que subían de Massó. La luz venía a simbolizar otra
vez más, incluso para los niños, la vida humana. Tal vez seamos pequeñas luces
dentro de nuestros cuerpos que iluminan la realidad que es el vivir, y cuando
morimos nos apagamos sin más.
Las calabazas quedaban en los campos donde
se había cultivado millo después de que este se hubiera recogido. Lo único que
quedaba realmente eran los apilamientos del cañoto del millo en forma de meda
cónico y las calabazas coloridas que habían madurado durante el verano,
ambos productos estaban destinados al alimento de los animales --en algunos
casos se cultivaban manguetas que servían para el consumo humano haciendo, por
ejemplo, chulas. En este contexto era natural que los niños cogiéramos las
calabazas que quedaban en los campos y huertas, en general las pequeñas, y las
utilizáramos para hacer las calabazas de difuntos. Una de estas calabazas la
dejé un año, al atardecer, en las escaleras de subida de la Fábrica, encima de
un poste del pasamanos --tenía su vela y todo. El objetivo era dar miedo a los transeúntes
en aquellas noches desapacibles del otoño, en las que realmente era como para
espantarse el encontrar algo de luz y calor (un hilo de vida) en medio de
aquella naturaleza moribunda.
En
Semana Santa no se podía cantar, así como suena, nada de canciones ni
canturreos. La radio ponía música clásica de tipo fúnebre, intercalado con las
noticias, y en verdad era un tostón. Se vivía la semana con este tipo de
recogimiento, no sé si era más religioso o no, el caso es que había un
paréntesis en la vida diaria y se notaba que era Semana Santa. Para nosotros
había la compensación de los roscones de la época, un olor a dulce anisado
impregnaba la casa porque se hacían unos cuantos (barras o roscas) para que
duraran esos días, y aunque no se podía cantar, al menos, se podía comer dulce.
Palmitas y ramos
Siempre
me llamaron mucho la atención los ramos de olivo que llevaban los niños en
Cangas el Domingo de Ramos. Lo he comentado otras veces, llevaban guirnaldas de
golosinas de adorno, caramelos, pasas, higos secos, galletas, etc., de lo más
apetecible. También las palmas se adornaban aunque eran más difíciles de
ornamentar. Con todas aquellas chucherías los niños no paraban en la iglesia y
durante la misa ya iban metiendo mano a las golosinas de los propios ramos y
los ajenos. Supongo que el motivo de tan singular adorno era para llevar a
los chiquillos a la iglesia, por alguna razón la fiesta de Ramos se convertía
así en una Semana Santa para niños. Yo llevaba palma trenzada, que después
quedaba colgada todo el año a la intemperie en el balcón de casa, y
miraba con envidia aquellos ramos tan apetitosos.
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